Anhelo eterno

6

Las palabras de Lluvia, apenas susurradas pero cargadas con la fuerza de un mandato ineludible, resonaron en los oídos de Emiliano como el eco de una sentencia, una condena de su propia felicidad, un eco que parecía sellar su destino. "Elige... a... nuestro... hijo". La luz que irradiaba su sonrisa, esa paz dolorosa y casi sobrenatural en el rostro de una mujer que había sido tan castigada por la vida, por sus propias decisiones y las ajenas, lo dejó helado. ¿Cómo podía ella, al borde del abismo, con su propia vida pendiendo de un hilo, pedirle algo así? Su mente se negaba a procesarlo, su corazón se desgarraba en mil pedazos. La elección que lo había atormentado hasta el delirio, que le había robado el sueño y la razón durante días, había sido tomada por ella, por el amor que sentía por esa pequeña vida que apenas empezaba, un amor que él apenas se atrevía a sentir, a reconocer en medio de tanto caos.

Emiliano no pudo hablar. Su garganta se cerró, un nudo de angustia que le impedía el paso del aire, que le oprimía el pecho. Sus ojos, ya irritados y enrojecidos por la falta de sueño y el llanto contenido, se llenaron de un torrente de lágrimas que ya no pudo contener, desbordándose sin control por sus mejillas, quemando su piel. Se arrodilló junto a la cama, un gigante reducido a la impotencia, su cuerpo temblaba incontrolablemente, ocultando el rostro en las sábanas blancas y gélidas, aferrándose a la mano de Lluvia como si fuera la última conexión con la cordura, con la realidad que se le escapaba entre los dedos. Sollozos roncos y ahogados escaparon de su pecho, un lamento primitivo que resonaba en la quietud de la sala, un grito de dolor por la injusticia de la situación, por la crueldad del destino que los había arrastrado a este punto sin retorno. No había victoria en esta guerra, solo pérdidas. Solo el sabor amargo de la derrota, incluso en lo que parecía una elección de vida, una rendición.

Pasaron lo que parecieron horas, eternidades en la suspensión del tiempo hospitalario, con el silencio de la sala roto solo por su llanto desesperado y el incesante pitido de los monitores, que parecían burlarse de su dolor con su monótono y constante ritmo. Finalmente, Emiliano se incorporó, el cuerpo rígido por la angustia, los músculos tensos hasta el punto del calambre, el rostro surcado por las lágrimas y la desesperación, pero con una resolución sombría que endurecía sus facciones, otorgándole una nueva, aterradora, frialdad. Miró a Lluvia, sus ojos reflejando una promesa sellada con el dolor más profundo y la sangre de un sacrificio. La decisión estaba tomada. Él salvaría al bebé. El hijo de ambos, la única luz que Lluvia le ofrecía en medio de su propio sacrificio, el único futuro que le quedaba por construir. Una pequeña esperanza, tan frágil como la vida que crecía dentro de ella.

—Lluvia —dijo, su voz aún ronca, casi un murmullo, pero con una nueva firmeza, una que emanaba de la profundidad de su alma herida, forjada en la fragua de la tragedia—. Lo haré. Elegiré a nuestro hijo. No te preocupes. Él... él vivirá. No te preocupes por nada más. Todo estará bien. —Se detuvo, la palabra "él" le trajo una punzada de algo parecido a la esperanza, la esperanza de una vida nueva, inocente, ajena a todo el horror que los había rodeado, una vida que no llevaría el peso de la venganza, que no estaría manchada por el pasado. Era un consuelo diminuto en medio de la tormenta que seguía rugiendo en su interior—. Será mi vida, mi propósito. Prometo protegerlo con mi propia vida, cueste lo que cueste. Lo criaré como a sus hermanos.

Los médicos fueron informados de la decisión de Emiliano, pero luego él la volvió a negar. El rostro de la Doctora Herrera, aunque profesional y contenida, no pudo ocultar la gravedad de la situación, la solemnidad del momento. Sus cejas se fruncieron levemente, una señal de la preocupación subyacente. Asintieron con una gravedad silenciosa, comprendiendo el inmenso peso de la elección y el sacrificio que conllevaba. El equipo médico se movilizó de inmediato, un torbellino de batas blancas y movimientos precisos, casi robóticos, para iniciar los procedimientos para estabilizar al bebé. Las próximas horas serían críticas, decisivas, un pulso entre la vida y la muerte para ambos, una carrera contra el tiempo que se agotaba.

Mientras el personal se movía alrededor de Lluvia, preparando nuevas medicaciones con jeringas que brillaban bajo la luz fría, ajustando los intrincados cables y tubos del equipo médico, Emiliano se quedó a su lado, sintiendo la necesidad imperiosa de aliviar la carga que, intuía, pesaba sobre el alma de Lluvia. Había una verdad que él había sostenido como un pilar de su existencia, la verdad de su venganza, y creía, con una fe desesperada y casi ciega, que al compartirla, podría traer algo de paz a Lluvia, un sentido de cierre, de final, en medio del sacrificio inminente. Se inclinó de nuevo, su voz un susurro íntimo, casi una confesión que no había podido pronunciar en años, una verdad que había guardado celosamente para sí mismo.

—Lluvia, mi amor —comenzó, sus ojos fijos en los de ella, buscando una señal de comprensión, de alivio, de perdón, algo que le dijera que había hecho lo correcto—. Quiero que lo sepas. Quiero que lo sepas con certeza. La guerra... la guerra ha terminado de verdad, para siempre. Él... Rodrigo Ferraioli está muerto. —Las palabras salieron con una convicción forzada, una máscara para la duda que empezaba a corroerlo por dentro, una duda que él mismo había sembrado con su silencio y su engaño, un secreto pesado que lo había agobiado durante tres largos y tortuosos años—. Lo di por muerto, Lluvia. Lo vi. Después de ese accidente infernal... con el camión, en la lluvia torrencial de Buenos Aires... su auto destrozado, consumido por el fuego... no había forma de que sobreviviera. La explosión lo envolvió por completo. Te lo juro por nuestra vida, por nuestros hijos. La venganza... está cumplida. Nuestro calvario, el de tu familia y el mío, por fin ha terminado. Ya no hay más Ferraiolis que puedan hacernos daño. Tu padre, tu primo... todos fueron vengados. Ahora podemos, por fin, tener paz. Paz verdadera, mi amor. Sin fantasmas del pasado. —Su voz, a medida que hablaba, adquiría una seguridad que buscaba desesperadamente transmitir, una esperanza que se esforzaba por creer.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.