Anhelo eterno

7

El aire de la UCI, que hasta hacía unos instantes había sido un remolino caótico de sirenas estridentes y órdenes frenéticas, ahora se había aquietado en una tensa calma, una especie de respiro forzado que apenas le daba tregua. Lluvia, o Camille como se había rebautizado junto a Emiliano en su huida desesperada de la vida anterior, yacía sobre las sábanas inmaculadas, su cuerpo débil hasta la médula, como una marioneta sin hilos. Su corazón era una melodía irregular y preocupante en el monitor que pendía sobre su cabeza, cada latido un eco ominoso de su fragilidad. Había logrado sobrevivir al ataque cardíaco, una hazaña que los médicos calificaban de milagro, un testimonio de una voluntad de vivir que ella misma no sentía. Pero su paso por el filo de la navaja le había dejado una estela de agotamiento que calaba los huesos y un temor que no se disipaba, un frío que se aferraba a su alma como una garra helada, negándose a soltarla. Cada respiración era un esfuerzo consciente, un jadeo contenido; cada latido, una punzada de ansiedad que le recordaba lo precario de su existencia, la delgada línea que separaba su vida de la muerte. El rostro pálido y la frente perlada de sudor frío eran testimonios mudos de la brutalidad de su experiencia, de lo cerca que había estado del fin, de la tenue línea que separaba la vida de la muerte.

Un murmullo de voces bajas, casi inaudibles, le llegó desde fuera de la habitación, distorsionado por la puerta entornada. Eran los médicos y las enfermeras, quizás discutiendo su improbable recuperación, la resiliencia de su cuerpo, o quizás la decisión desgarradora de Emiliano que había sido pronunciada con tanta solemnidad. El dolor físico era inmenso, una constante opresión en su pecho y un ardor en la garganta que la dejaba sin aliento, pero la agitación de su mente era aún peor, una tormenta en su interior que la carcomía, más implacable que cualquier herida. La sospecha de que Rodrigo estaba vivo, sembrada por las inconsistencias en el relato de Emiliano y confirmada por esa frase profética en su carta de despedida, se había grabado a fuego en su conciencia, una verdad que no podía ignorar. La idea la perseguía sin tregua, un espectro aterrador que contrastaba violentamente con la mentira que la había mantenido "a salvo" durante tres años, una mentira que ahora se sentía como una prisión, construida con engaños y falsas promesas. ¿Cómo podía él haberle mentido con tanta convicción, con tal aplomo, mirándola a los ojos? ¿Y por qué? ¿Qué ganaba con semejante engaño? La traición se cernía sobre ella como una sombra, un velo oscuro que le empañaba la vista, haciéndole dudar de todo lo que creía.

Las horas se arrastraron, lentas y pesadas, llenas de la monotonía opresiva de los cuidados intensivos, el constante zumbido de las máquinas que mantenían el ritmo de su vida, y el peso aplastante de sus pensamientos que se negaban a ceder. La culpa y la rabia se mezclaban en un cóctel amargo en su boca. Los médicos habían estabilizado al bebé también, un milagro dentro del milagro, una pequeña luz que titilaba con una fragilidad conmovedora en la oscuridad de su útero, una promesa de futuro incierto. La máquina de diálisis que le asistía los riñones, y el respirador que aún la ayudaba a tomar cada bocanada de aire, se convirtieron en el telón de fondo de su nueva realidad, una sinfonía metálica de máquinas que mantenían a raya a la muerte, que la anclaban a la vida con una cruel y persistente obstinación, prolongando su agonía.

De repente, el débil sonido de la puerta de su habitación interrumpió la monotonía, un crujido sordo que rompió el silencio monótono, pero no fue el cauteloso empuje de una enfermera o el paso apresurado de un médico. Fue un movimiento deliberado, silencioso pero cargado de una autoridad innegable, casi amenazante, que hizo que un escalofrío le recorriera la espalda. Una figura alta y sombría se detuvo en el umbral, recortada contra la luz más tenue del pasillo, creando un aura misteriosa y perturbadora a su alrededor. Lluvia, con los ojos entrecerrados por la debilidad y el cansancio extremo, lo miró. Su mente, aún aturdida por la reciente crisis cardíaca, luchó desesperadamente por descifrar la imagen, por darle un sentido a lo que veía, por comprender esa aparición que desafiaba toda lógica. El hombre era alto, con una presencia imponente que llenaba el marco de la puerta, una silueta que se clavaba en su memoria como una estaca. El cabello oscuro, casi negro, caía sobre una frente ancha y marcada. Sus ojos... sus ojos eran lo que la helaron hasta los huesos, perforándola con una familiaridad aterradora, una conexión que no deseaba, que repudiaba con cada fibra de su ser. Eran los mismos ojos que la habían mirado con amor, furia y traición la última vez que los vio, esos mismos ojos que se habían grabado a fuego en sus pesadillas más profundas, los ojos que ahora la veían con una frialdad y una intensidad que la hacía temblar desde lo más profundo de su ser.

Rodrigo Ferraioli.

Lluvia sintió un escalofrío que no tenía nada que ver con el frío punzante de la habitación hospitalaria, un escalofrío que le heló la sangre y le paralizó las venas. No. Imposible. Acababa de sufrir un ataque cardíaco devastador, casi había muerto. Esto tenía que ser una alucinación. Una secuela horrible de la medicación, o el trauma, o la misma muerte intentando llevarla de vuelta a su abrazo, a su prometido final que tan desesperadamente había buscado. Sus párpados se cerraron con fuerza, con una desesperación casi infantil, intentando borrar la imagen, buscando desesperadamente el sueño, la inconsciencia, cualquier cosa que la librara de esa visión tan vívida y aterradora que la arrastraba sin piedad al pasado que creía haber dejado atrás.

—No... no es real —murmuró, su voz apenas un suspiro ronco y raspado por el tubo, su cerebro luchando por darle una explicación lógica a lo ilógico, por imponer un orden a su caótica realidad—. No puede ser... No... no puede ser. —La negación era un bálsamo efímero contra el horror.




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