Anhelo eterno

10

El cielo de Buenos Aires se tiñó de un gris plomizo, un manto pesado y opresivo que parecía reflejar el luto que se cernía sobre el Cementerio de la Chacarita. Las antiguas lápidas, muchas de ellas adornadas con estatuas de ángeles afligidos y vírgenes silenciosas, parecían inclinarse con pena mientras la brisa fría de un invierno incipiente susurraba entre los cipreses, arrastrando el olor a tierra mojada y a flores marchitas. El ambiente era de una solemnidad desoladora, una quietud casi sepulcral solo rota por el murmullo ahogado de unas pocas voces y el canto melancólico y lastimero de los gorriones posados en las ramas desnudas. Era el día del funeral de Lluvia García, el nombre bajo el que Camille había vivido sus últimos años, la identidad que la había protegido y el que ahora llevaría a la tumba, un secreto más enterrado bajo la tierra.

Un pequeño grupo de figuras sombrías se congregó alrededor de la fosa recién excavada, una herida abierta en la tierra húmeda que esperaba engullir los restos de una vida tan brutalmente truncada. Emiliano, erguido pero con los hombros pesados por el dolor y la culpa, no sostenía al bebé. Sus brazos colgaban inertes a sus costados, un eco de la ausencia que sentía. La pequeña, de apenas tres meses de vida prematura, permanecía en la incubadora del hospital, en un delicado equilibrio entre la fragilidad de su corta existencia y la promesa de una recuperación incierta. Emiliano, en este momento, solo podía cargar el peso de su propia desolación. Su rostro estaba demacrado, los ojos hundidos y enrojecidos por las lágrimas no derramadas, cada músculo de su mandíbula tensa por el esfuerzo de contener el torbellino de emociones que lo desgarraban por dentro.

A su lado, aferrándose a sus piernas con la inocencia y la curiosidad propias de su edad, estaban sus otros dos hijos: el pequeño Theodore, de apenas cuatro años, con sus ojos grandes, azules, y expresivos llenos de confusión ante la seriedad de los adultos, y Lorenzo, de seis, un poco más consciente de la solemnidad del momento, pero incapaz de comprender la magnitud de la pérdida, la ausencia de una madre que nunca conocerían como tal. Ambos miraban el hoyo en la tierra y luego a su padre, buscando respuestas en su rostro sombrío. Emiliano les acariciaba el cabello con una mano, un gesto automático de consuelo que apenas lograba disimular su propia desolación, su propio desgarro interno.

El ataúd, de madera clara y sin adornos, una simple caja que contenía el cuerpo de la mujer que había amado más allá de toda razón, se bajó lentamente al lecho de tierra. No hubo flores ostentosas, ni coronas exuberantes, solo un par de lirios blancos que Emiliano colocó con reverencia sobre la tapa de madera, su mano temblorosa, sus dedos rozando la superficie pulida. Las palabras del sacerdote se perdieron en el viento gélido, un murmullo indistinto sobre el descanso eterno, la esperanza de una vida mejor en el más allá y el consuelo divino. Pero Emiliano apenas las escuchaba, su mente atrapada en el eco de las últimas palabras de Lluvia, en el recuerdo de su mirada llena de rabia y amor al mismo tiempo. Su mirada estaba fija en la tumba, en la promesa que había cumplido, y en el precio incomprensible que había pagado por ello. Se sentía vacío, consumido por un remordimiento que lo calcinaba desde dentro, una culpa que lo ahogaba, más densa que la tierra que cubría a Lluvia. La mentira que había urdido para "proteger" a Lluvia, para mantenerla a salvo en su burbuja ilusoria, se había convertido en su verdugo más cruel, y ahora ella yacía bajo tierra, víctima de un engaño que él mismo había sembrado con las mejores intenciones, pero con resultados devastadores.

Mientras la tierra caía sobre el ataúd con un sonido sordo y final, cada palada resonando como un golpe en su propio corazón, una claridad brutal lo invadió, una revelación que lo dejó sin aliento. La visión de Rodrigo en la habitación del hospital, la furia y la traición en los ojos de Lluvia, el desesperado intento de reanimación del equipo médico, y finalmente, su propia voz, ronca y quebrada, decidiendo el destino de la mujer que amaba para salvar a su hija. Fue una epifanía dolorosa, una verdad que lo golpeó con la fuerza de un rayo, desnudando su alma. La venganza que había perseguido con tal fervor, la guerra implacable contra los Ferraioli, el ciclo interminable de odio y sangre, no tenía sentido. No había traído paz a Lluvia; solo la había arrastrado a la muerte. No había traído alivio; solo un dolor insondable y un vacío que se extendía hasta el infinito, un abismo en su alma. Se había prometido aniquilar a Rodrigo, a toda su estirpe, a borrar su existencia de la faz de la tierra, pero ahora, sintiendo las pequeñas manos de Theodore y Lorenzo aferradas a sus piernas, supo que ese camino solo conducía a más destrucción, a un ciclo interminable de sangre y sufrimiento que, inevitablemente, los alcanzaría a ellos también, a sus hijos, a la única familia que le quedaba.

En ese instante, sobre la tumba recién cubierta de Camille García, con el viento frío acariciando su rostro y el peso de sus hijos cerca, Emiliano tomó la decisión más importante de su vida, una resolución que lo transformaría para siempre. La guerra con los Ferraioli no tenía sentido. No para él, no para sus hijos. Ni para los hijos que Lluvia y él habían planeado con tanto amor, antes de que todo se desmoronara en un caos de mentiras y violencia. Él tenía otros planes para su vida y la de sus hijos. Planes que Lluvia había soñado para ellos, planes de una vida normal, sencilla, lejos de la oscuridad del crimen, del conflicto mafioso, de las sombras de su pasado que tanto los habían atormentado. Era un legado, un nuevo camino que debía honrar, no con más odio y venganza, sino con amor, con paz, con la promesa de un futuro seguro y lleno de luz para sus pequeños, un futuro que Lluvia les había comprado con su vida.

Su mente voló hacia el hospital, hacia la incubadora donde su hija recién nacida, prematura y vulnerable, luchaba por vivir. La imagen del pequeño rostro, apenas una promesa de vida, era un ancla en medio de la tormenta de su dolor. Esta niña, este pequeño ser, era el nuevo centro de su universo, su razón de existir, su único propósito. No podía, no debía, arrastrarla al infierno que él mismo había ayudado a crear. Lluvia había pagado el precio más alto, el sacrificio supremo, y ahora era su responsabilidad asegurar que ese sacrificio no fuera en vano, que su muerte tuviera un significado que trascendiera la tragedia, un significado de vida y esperanza para sus hijos.




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