Anhelo eterno

11

El cementerio de la Chacarita quedó atrás, y con él, el eco de los lamentos y el frío de la tierra recién removida. Emiliano, con el peso de la pérdida y la culpa aún anidando en su pecho como una brasa ardiente, se aferró a la última promesa que le hizo a Lluvia: la de un futuro para sus hijos, un futuro despojado de las sombras que habían consumido su vida. La casa, antes un hogar lleno de risas y el aroma de las comidas de Lluvia, se sentía vacía, un mausoleo silencioso que recordaba su ausencia en cada rincón, en cada objeto inmóvil. Pero no podía ceder al dolor que lo carcomía. Tenía dos vidas pequeñas que dependían de él, a Theodore y Lorenzo, y una más, la pequeña Camille, aún frágil, esperando en la incubadora del hospital, en Buenos Aires, su momento de reunirse con ellos.

Los días se transformaron en semanas, y las semanas en meses, un desfile monótono de mañanas sin ella y noches inquietas, donde el silencio de la casa amplificaba su soledad. Emiliano se zambulló en la rutina, una forma de anclarse a la realidad y mantener a raya la desesperación que amenazaba con arrastrarlo. Cada mañana, con una paciencia que no sabía que poseía, vestía a Lorenzo y Theodore, los ayudaba con el desayuno en una cocina que ahora parecía extrañamente silenciosa, y los llevaba a la escuela, observando con una mezcla de tristeza y admiración cómo sus pequeños rostros reflejaban la inocencia que él había perdido hacía tanto tiempo. Lorenzo, el mayor, se había vuelto un poco más taciturno, sus ojos a veces se perdían en el horizonte, como si buscara algo que no encontraba, una figura maternal ausente. Theodore, por su parte, era un torbellino de energía, una risa contagiosa que lograba, por instantes, disipar la penumbra que envolvía a su padre, un rayo de sol en la tormenta.

—Papá, ¿cuándo viene la hermanita? —preguntaba Theodore casi a diario, su voz aguda rompiendo el silencio de la casa, una pregunta constante que era un recordatorio de la promesa.

—Pronto, campeón. Muy pronto —respondía Emiliano, la esperanza una luz tenue en su voz, una promesa que se repetía a sí mismo tanto como a sus hijos.

Las visitas al hospital se convirtieron en un ritual sagrado, un santuario de esperanza en medio de su duelo. Cada tarde, después de dejar a los niños con la niñera, una mujer amable y comprensiva que había traído un soplo de calidez al hogar, Emiliano se dirigía a la clínica en Buenos Aires, al área de neonatología. Allí, detrás de un cristal protector, yacía la pequeña Camille García Junior, un diminuto ser de apenas unos meses, nacida prematuramente, envuelta en una maraña de tubos y cables que la conectaban a máquinas que regulaban su respiración y sus latidos, en el calor artificial de la incubadora. Era una imagen que le oprimía el corazón y le llenaba el alma de una ternura desbordante, una mezcla de fragilidad y milagro. Observaba su respiración superficial, el suave movimiento de sus pequeños dedos, la perfección de su minúsculo rostro. En cada visita, susurraba promesas, le contaba historias de su madre, de los sueños que tenían para ella, para todos ellos. Los médicos le daban reportes alentadores, aunque cautelosos, sobre su progreso. Era un milagro silencioso, un testamento a la voluntad de vivir de una niña que ya había enfrentado tanto en sus pocos meses de vida.

Los meses pasaron, lentos pero inexorables, y llegó el día que Emiliano había anhelado con cada fibra de su ser, con cada plegaria silenciosa. Un atardecer dorado en Buenos Aires, la ciudad bañada en una luz cálida y reconfortante, fue testigo de la salida de la pequeña Camille del hospital. Cuando la enfermera se la entregó, una pequeña criatura envuelta en una manta de algodón, tan ligera que apenas la sintió, Emiliano sintió una oleada de emoción tan intensa que apenas pudo respirar. Era el momento. Su pequeña Camille, la última parte de Lluvia, estaba en sus brazos, viva, real, un soplo de vida que llenaba el vacío que su madre había dejado, que ahuyentaba las sombras.

El recibimiento en casa fue un estallido de alegría y risas, un coro de voces infantiles que llenaron el aire. Lorenzo y Theodore, con una curiosidad y un entusiasmo desbordantes, se agolparon alrededor de su padre, extendiendo sus manos pequeñas y temblorosas para tocar los diminutos dedos de su hermana, como si temieran romperla.

—¡Es tan chiquita, papá! —exclamó Theodore, sus ojos brillando de asombro, una fascinación que no podía ocultar.

Lorenzo, con más seriedad y una voz más profunda, tocó suavemente la mejilla de la bebé con un dedo índice.

—Hola, Camille. Soy Lorenzo. Tu hermano mayor. Te voy a cuidar mucho.

Emiliano observaba la escena con un nudo en la garganta, con lágrimas de felicidad y pena mezclándose en sus ojos. La casa, que había sentido un silencio tan pesado desde la partida de Lluvia, ahora resonaba con el murmullo de voces infantiles, los balbuceos de la pequeña Camille y la tierna presencia de la nueva vida. La niñera, con una sonrisa amable y el corazón conmovido, observaba el nuevo comienzo de la familia.

Los días que siguieron fueron un torbellino de aprendizaje y amor. Emiliano, que antes había estado inmerso en un mundo de sombras y peligros, en la oscuridad del inframundo, se dedicó por completo a sus hijos. Aprendió a cambiar pañales con la misma destreza con la que antes negociaba acuerdos ilícitos. Las noches, antes ocupadas por estrategias complejas y preocupaciones oscuras que lo mantenían en vela, ahora las pasaba meciendo a Camille, cantándole nanas que nunca pensó que sabría, su voz grave pero dulce, o leyendo cuentos a Lorenzo y Theodore, sus voces infantiles acurrucadas a su lado, pidiéndole "uno más, papá".

Los niños eran felices con él. Sus risas llenaban la casa, un eco de la alegría perdida, y sus preguntas, aunque a veces lo desarmaban con su inocencia y su profundidad, eran un recordatorio constante de la belleza del mundo que ahora lo rodeaba, un mundo que él había olvidado. Lorenzo, con su curiosidad innata, pasaba horas en la biblioteca, fascinado por los libros y los mapas, soñando con aventuras lejanas. Theodore, siempre en movimiento, un torbellino de energía, descubría maravillas en el jardín, persiguiendo mariposas de colores vibrantes y recolectando hojas de formas extrañas. Veían el mundo con una pureza que Emiliano había olvidado, y a través de sus ojos, él también comenzó a descubrir cosas maravillosas del mundo otra vez. Las pequeñas victorias cotidianas, como la primera sonrisa desdentada de Camille, el primer diente de leche de Theodore, o la primera vez que Lorenzo le leyó una historia sin trabarse, se convirtieron en tesoros invaluables, eclipsando cualquier ganancia material o cualquier victoria en el inframundo, demostrando que la verdadera riqueza estaba en los lazos de amor.




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