Mientras Emiliano intentaba construir un futuro de paz en Buenos Aires, una burbuja de aparente normalidad y honestidad para sus hijos, ajeno a las corrientes oscuras que seguían agitándose en las profundidades de la ciudad, una sombra se cernía sobre él. No una sombra de culpa o remordimiento, que ya lo acompañaba cual fantasma, sino una mucho más tangible y mortal: la de Rodrigo Ferraioli. Tras los eventos en el hospital y la brutal revelación de Lluvia, que Emiliano había asumido que moriría con ella, Rodrigo, milagrosamente recuperado de sus propias heridas, ardía con una furia implacable, una sed de venganza que lo consumía hasta los huesos. La confesión de Lluvia, en su lecho de dolor y desesperación, susurrada entre jadeos moribundos, de que Emiliano había intentado matarlo, lo había transformado. No era solo la venganza por la traición, era una cuestión de honor, de supervivencia, de reafirmación de su poder absoluto. El tiempo de las sombras y el engaño había terminado. Rodrigo quería a Emiliano, y lo quería muerto, pero no de una muerte rápida y misericordiosa, sino de una que reflejara el sufrimiento que le había causado, una agonía lenta y desoladora.
El refugio de Rodrigo no era el lujo decadente de su antigua mansión en las afueras de Buenos Aires, ese símbolo de su viejo poder. Era un búnker subterráneo, oculto bajo una modesta fábrica de textiles en un barrio industrial olvidado, en las zonas más grises de la ciudad. El aire allí era denso, pesado, impregnado con el olor a humedad, metal, y un sutil, casi imperceptible, regusto a sangre, una esencia que solo quienes conocían su naturaleza más oscura podían discernir. Las paredes, de hormigón reforzado, toscas y sin adornos, estaban cubiertas con mapas detallados de la ciudad, fotografías de vigilancia tomadas desde ángulos insospechados, y una maraña de notas y recortes de prensa, todos meticulosamente organizados, todos convergiendo en un único objetivo: Emiliano. Rodrigo, ahora más delgado, sus facciones afiladas por la convalecencia y la obsesión, exhibía una cicatriz que le cruzaba la sien izquierda y se perdía en su cabello oscuro, como una marca de fuego, un recordatorio constante de su casi aniquilación. Se movía con una intensidad renovada, una energía fría y calculadora que emanaba de su propia experiencia cercana a la muerte. Los ojos, antes solo un pozo de ambición insaciable, ahora destellaban con una malevolencia tan profunda que erizaba la piel de cualquiera que se atreviera a mirarlos directamente.
—¿Qué sabemos de Emiliano? —preguntó a sus hombres, su voz grave y rasposa, como el roce de dos piedras ásperas, un sonido que presagiaba problemas.
No era una pregunta, sino una orden, un mandato que no admitía réplica. Había renunciado a su apellido, a su identidad pública, para marcar una nueva era, una guerra personal que no se contendría. Ahora era simplemente "El Lobo", una criatura de la noche que cazaba a su presa sin piedad, moviéndose sigilosamente en la oscuridad. Sus hombres, veteranos leales de sus antiguas operaciones, curtidos en mil batallas, lo observaban con una mezcla de temor reverencial y una admiración casi enfermiza por su resurgimiento.
Uno de ellos, un hombre corpulento llamado Marco, con una cicatriz profunda que le atravesaba la ceja, se adelantó con una carpeta abultada en sus manos.
—Ha borrado todos sus rastros, jefe. Es increíble. No hay movimientos inusuales en sus cuentas bancarias principales, ni transacciones sospechosas que podamos rastrear fácilmente. La empresa García, la fachada que utilizaba para sus operaciones, ahora opera de forma completamente legal. Ha despedido a todo el personal con antecedentes criminales y ha cambiado a los proveedores. Es como si hubiera... desaparecido del mapa, señor. Se ha vuelto un fantasma en el submundo. —La incredulidad era palpable en su voz, casi una acusación de la imposibilidad de tal transformación.
Una sonrisa gélida y despiadada se extendió por el rostro de Rodrigo, una expresión que rara vez mostraba y que helaba la sangre de sus subordinados hasta la médula.
—Desaparecido. Ingenuo. Nadie desaparece de mi radar, Marco. Y mucho menos un hombre que intentó quitarme la vida y me dejó al borde del abismo. Sé que está vivo. La bruja lo confirmó antes de expirar.
Recordó la escena en la UCI con una nitidez perturbadora, casi fotográfica: la mirada de Lluvia, sus ojos inyectados en sangre y rencor, sus palabras envenenadas, la rabia que la consumía al revelarle la verdad de Emiliano, la verdad de su intento de asesinato. Esa información, ese último aliento de traición, había sido su salvación, su combustible, la chispa que encendió su furia.
Su objetivo principal es Emiliano, por haber intentado matarlo, según la confesión de Lluvia antes de uno de sus ataques cardíacos. Esa era la chispa que había encendido esta nueva guerra en su mente, una llama que prometía consumir todo a su paso, sin dejar cenizas. Ya no era solo el territorio, el dinero, la influencia en el bajo mundo. Era personal. Era una afrenta a su propia existencia, una humillación que no podía perdonar, una herida a su ego que solo la sangre podría curar. Rodrigo Ferraioli, el hombre que no había muerto, el que había regresado de entre las sombras, había resurgido más fuerte, más cruel, más decidido que nunca a vengar su casi aniquilación, a borrar a Emiliano de la faz de la tierra.
—Su 'desaparición' no es una retirada, Marco. Es una estrategia, un intento patético de escapar a su destino —continuó Rodrigo, sus ojos fijos en el mapa de la ciudad, sus dedos extendiéndose sobre los barrios residenciales, su mente ya tejiendo una red intrincada de dolor y destrucción—. Se ha refugiado en la vida familiar. Cree que eso lo protegerá, que lo hará intocable. ¡Qué equivocado está! ¡Qué ciego es a su propia perdición! —Su voz se elevó, impregnada de una excitación casi maníaca, una sed de venganza que lo volvía un monstruo—. Él me quitó mi vida, mi imperio, me dejó por muerto, me despojó de todo. Me robó a la mujer que me pertenecía, a la que era mía, a la que iba a darme un heredero. Ahora, yo le quitaré todo lo que él ama. Empezando por esa nueva fachada de hombre de familia, por esa vida que ha construido sobre mis ruinas.
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Editado: 10.07.2025