Anhelo eterno

13

La aparente calma que había envuelto la vida de Emiliano en los meses recientes era tan frágil como el cristal soplado, una burbuja ilusoria a punto de estallar en mil fragmentos.

Se había esforzado con cada fibra de su ser, con una determinación que rayaba en la obsesión, en construir un santuario de normalidad para sus hijos, un hogar que oliera a paz, a juegos infantiles y a la promesa de un futuro sin miedo, lejos de las sombras del mundo criminal que lo habían definido durante tanto tiempo.

La casa en Buenos Aires, antes un simple refugio, se había transformado en el epicentro de su nueva existencia: el aroma a leche tibia y pañales limpios flotaba ahora por los pasillos, las paredes resonaban con las risas agudas y contagiosas de Theodore y Lorenzo, y el arrullo suave de la pequeña Camille era la melodía más hermosa que jamás había escuchado, la banda sonora de su nueva esperanza.

Emiliano se había sumergido de lleno en el papel de padre soltero, aprendiendo con una paciencia insospechada a trenzar el cabello rebelde de Lorenzo (cuando el niño, con su orgullo incipiente, se lo permitía), a ayudar a Theodore con sus rompecabezas imposibles que desafiaban la lógica, y a mecer a Camille hasta el sueño, sintiendo su diminuto peso contra su pecho, una conexión inquebrantable.

La empresa García, bajo su nueva dirección, prosperaba de manera legítima, un testimonio de su esfuerzo por la honestidad. Los balances eran limpios, las transacciones transparentes, y las reuniones de negocios se centraban en la expansión honesta y el desarrollo ético, muy lejos de las operaciones turbias de antaño. Emiliano se sentía, por primera vez en años, dueño de su propio destino, o al menos, del de sus hijos.

Creía haber enterrado el pasado con Lluvia en Chacarita, haber dejado atrás para siempre la figura de aquel hombre despiadado y calculador que alguna vez fue. La advertencia de la Doctora Herrera, de que el enemigo podría resurgir, se había desvanecido en el torbellino de la paternidad y el trabajo honesto, sepultada bajo el peso de sus nuevas responsabilidades. Sin embargo, no era más que un suspiro de paz, una tregua autoimpuesta, un espejismo que el destino, encarnado en el odio implacable de Rodrigo Ferraioli, estaba a punto de romper con una violencia devastadora.

Mientras Emiliano se convencía a sí mismo de que el peligro se había disipado, que el pasado había quedado atrás, la sombra de Rodrigo se cernía, pesada y ominosa, sobre la ciudad de Buenos Aires, una nube negra cargada de tormenta.

En su búnker subterráneo, oculto y hediondo a maldad, a pólvora y a resentimiento, Rodrigo había estado tejiendo su tela de araña con una paciencia macabra, cada hilo una amenaza latente para la vida de Emiliano.

La confesión de Lluvia, grabada a fuego en su mente y en su alma como una marca indeleble, era el motor incansable de su odio, una herida abierta que solo se cerraría con la aniquilación total de su enemigo. Rodrigo, “El Lobo” como se hacía llamar ahora con una sonrisa desquiciada, había esperado con una paciencia fría y calculadora, observando la nueva vida de Emiliano a través de sus informantes, una mezcla de desprecio y una macabra fascinación por la metamorfosis de su rival. Los informes de sus hombres sobre la “vida pacífica” de Emiliano, sus intentos de normalidad, solo avivaban las llamas de su furia, convirtiéndolo en un volcán a punto de erupcionar.

—¿Él cree que puede huir de mí? ¿Creó que puede construir un nido de palomas mientras yo me pudro en la oscuridad, despojado de todo? —gruñó Rodrigo una noche, golpeando la mesa de metal con un puño enguantado de cuero, haciendo vibrar los mapas y las fotografías de la familia de Emiliano. Su rostro, surcado por la cicatriz que le recordaba su humillación, se contorsionaba con la ira más pura y vengativa—. ¡Que sienta lo que es vivir en la incertidumbre! ¡Que sepa que su 'paz' es una burla, una broma macabra que yo terminaré de una vez por todas! ¡Lo haré pedazos, y él verá cómo todo lo que ama se desmorona!

La decisión de Rodrigo fue rápida y brutalmente directa, una sentencia de muerte sin apelación. Ya había agotado la fase de la guerra psicológica sutil, las pequeñas escaramuzas que buscaban sembrar el pánico; era tiempo de enviar un mensaje inconfundible, una advertencia que resonaría en el corazón de Emiliano y que le haría temblar hasta los huesos. No buscaría una confrontación directa que pudiera ser malinterpretada o desviada.

No, quería que Emiliano supiera, sin lugar a dudas, que él era el arquitecto de su tormento, el titiritero que movía los hilos de su dolor. El objetivo era claro, brutal y simbólico: la casa de Emiliano, su nuevo santuario, el símbolo de su paz recién encontrada, sería el primer escenario de la tormenta.

La noche elegida fue una de esas noches húmedas y pesadas de Buenos Aires, donde la neblina se arrastraba perezosamente por las calles, envolviéndolo todo en un manto de misterio y ocultando las intenciones oscuras.

Emiliano había acostado a los niños después de un cuento, leído con voz suave y cariño, el pequeño Theodore se había dormido con una sonrisa angelical en los labios, Lorenzo con un suspiro de contento, su brazo protector sobre su hermano, y Camille, en su cuna junto a la cama de Emiliano, dormía plácidamente, su respiración regular y suave, ajena a la oscuridad que se cernía.

La casa estaba en silencio, un silencio que Emiliano había aprendido a apreciar, solo roto por el leve zumbido del aire acondicionado y el lejano ladrido de un perro. Emiliano, agotado por la jornada, pero lleno de una satisfacción profunda, revisaba unos papeles de la empresa en el salón, inmerso en la lectura de un informe financiero que auguraba un futuro prometedor.

De repente, el silencio se rompió con una violencia atronadora, una explosión que lo hizo saltar de su asiento.

No fue un simple ruido; fue un estallido, un rugido metálico que sacudió los cimientos de la casa hasta su núcleo.




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