Los días se deslizaron en semanas, y las semanas en un mes que parecía transcurrir a la vez con una lentitud exasperante y una velocidad vertiginosa. La casa de Emiliano, una vez un campo de batalla de cristales rotos y muebles destrozados, había resurgido de sus cenizas bajo las manos hábiles de Micaela. Las ventanas nuevas reflejaban la luz del sol de Buenos Aires, cálido y generoso, mientras los colores cuidadosamente elegidos en las paredes y la disposición armoniosa de los muebles creaban una atmósfera de serenidad que contrastaba brutalmente con la tormenta que aún rugía en el interior de Emiliano. La violencia del ataque había dejado cicatrices, no solo en la estructura de la casa, sino en el alma del hombre, obligándolo a vivir con una vigilancia constante, una sombra de ansiedad que nunca lo abandonaba, ni siquiera en el breve respiro del sueño. Había reforzado la seguridad de la propiedad, instalando cámaras de vigilancia de alta definición, sistemas de alarma conectados a una central, y sensores de movimiento perimetrales, pero sabía que ninguna fortaleza física, por más avanzada que fuera, podía detener a Rodrigo.
En medio de esta tensa calma, una especie de armisticio autoimpuesto, Micaela se había insertado en la vida de Emiliano con una naturalidad asombrosa, como si siempre hubiera pertenecido a ese espacio, a esa familia. Sus jornadas eran largas, a menudo permanecía en la casa hasta bien entrada la tarde, supervisando a los obreros con una mirada aguda y exigente, eligiendo materiales con un gusto impecable que denotaba su experiencia, y añadiendo esos toques finales que transformaban una simple casa en un hogar acogedor y lleno de vida. Emiliano, a pesar de su inicial recelo y la persistente voz de su instinto de alerta, esa corazonada que nunca lo había traicionado en el pasado, se encontró cada vez más cómodo con su presencia. El ambiente en el hogar, que antes se sentía cargado de melancolía y el eco de la ausencia de Lluvia, se suavizaba visiblemente cuando ella llegaba, una ligereza sutil que aliviaba la carga de sus preocupaciones, casi como una brisa fresca en un día caluroso.
Micaela y Emiliano se conocían mejor. Las conversaciones, al principio formales y estrictamente centradas en el diseño y las reparaciones de la casa, comenzaron a extenderse más allá de lo puramente profesional, adentrándose en terrenos más personales. Descubrieron afinidades sorprendentes que los unían de formas inesperadas. Compartían un gusto similar por el arte abstracto, por las obras vibrantes de Quinquela Martín y las enigmáticas de Xul Solar, pasando horas debatiendo sus significados y la maestría detrás de cada pincelada. También compartían una curiosidad insaciable por la historia argentina, debatiendo apasionadamente sobre eventos cruciales y figuras emblemáticas que habían forjado la identidad del país. Micaela hablaba con pasión y conocimiento de la arquitectura de Buenos Aires, de los secretos que guardaban sus edificios centenarios, de la vida vibrante en sus barrios más emblemáticos como San Telmo, La Boca o Recoleta, de la historia que se respiraba en cada rincón. Emiliano se encontraba escuchándola, a menudo perdiendo la noción del tiempo, completamente fascinado por su intelecto agudo y su voz melodiosa, que parecía envolverlo en una burbuja de calma. Había algo en ella, una profundidad en sus ojos negros que lo atraía, una mezcla de fuerza y misterio que lo invitaba, casi irresistiblemente, a desvelar sus capas, a conocerla más allá de la fachada de diseñadora.
Una tarde, mientras Micaela examinaba con atención una muestra de tela para el salón, sopesando texturas y colores con delicadeza, Emiliano se sentó a su lado en el sofá recién tapizado. El aire, antes tenso con la preocupación, se había vuelto ligero y lleno de una extraña comodidad.
—Me sorprende tu pasión por cada detalle, Micaela —comentó él, con una genuina admiración en su voz, una emoción que hacía mucho no sentía—. Transformas cada espacio en algo que tiene alma, que respira.
Ella sonrió, una sonrisa cálida que le iluminó el rostro y le hizo brillar los ojos, un gesto que derretía el hielo que cubría el corazón de Emiliano.
—Es que para mí, un hogar es más que paredes y muebles, Emiliano —respondió ella, su voz suave como la seda—. Es el reflejo de quienes lo habitan, de sus sueños, de sus historias, de sus aspiraciones. Y este hogar... tiene una historia muy particular, ¿no crees?
Sus ojos negros lo escrutaron por un instante, una mirada penetrante que parecía ver más allá de la superficie, y Emiliano sintió una punzada, preguntándose cuánto de su verdadera historia, de sus oscuros secretos, ella intuía o, peor aún, ya conocía.
Emiliano, con una cautela que le era inherente y que había pulido por años de mantener secretos vitales, compartió fragmentos de su vida, omitiendo, por supuesto, la oscuridad de su pasado y la verdadera naturaleza de su "imperio" anterior. Habló de su empresa, de su deseo sincero de hacerla crecer de manera honesta y ética, de su compromiso inquebrantable con sus hijos, que eran ahora el centro de su universo, su razón de ser. Micaela lo escuchaba con una atención genuina, sus ojos fijos en los suyos, transmitiendo una empatía que él no esperaba, una conexión profunda que lo desarmaba lentamente. Ella, por su parte, hablaba de su carrera en el diseño, de sus viajes a Europa y Asia en busca de inspiración, de sus sueños de crear belleza y armonía en el mundo. Sus historias eran convincentes, llenas de detalles vívidos que la hacían parecer una mujer independiente y talentosa, una profesional dedicada, ajena a cualquier sombra de peligro o engaño.
Se exploraron los inicios de su relación, mostrando la atracción y cómo ella se inserta en su vida. Era una atracción silenciosa al principio, un magnetismo sutil pero innegable que crecía con cada mirada compartida, cada sonrisa, cada momento de complicidad que forjaban. Emiliano se encontraba pensando en ella cuando no estaba, añorando sus conversaciones, su risa melodiosa que rompía el silencio de sus noches solitarias. La soledad, que había sido su compañera fiel desde la muerte de Lluvia, comenzaba a disiparse bajo la luz de Micaela, una luz que prometía calidez y compañía. Una noche, mientras revisaban unos planos del jardín, sentados muy cerca en el sofá del salón, sus manos se rozaron accidentalmente. Una corriente eléctrica, fugaz pero innegable, recorrió la piel de Emiliano, una chispa que lo hizo sentir vivo de una manera que creyó haber olvidado. Por un instante, el pasado y el futuro se desdibujaron, dejando solo el presente, la presencia envolvente de Micaela. Los ojos de ella se encontraron con los suyos, y un entendimiento tácito, cargado de tensión y promesa, flotó en el aire entre ellos, una promesa silenciosa de algo más.
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Editado: 10.07.2025