Anhelo eterno

16

La fachada de normalidad que Micaela había construido alrededor de Emiliano era una obra de arte, una cortina de seda que ocultaba las maquinaciones más oscuras. Mientras Emiliano se dejaba envolver por la calidez de su presencia, ajeno a la telaraña que se tejía a su alrededor, Micaela mantenía un canal secreto de comunicación con la verdadera mente maestra detrás de la sombra de Rodrigo: su padre, Gabriel Ferraioli, el enigmático "Titiritero".

Era una noche templada en Buenos Aires, el tipo de noche en que la ciudad susurra secretos a través de sus calles iluminadas. Micaela, habiéndose despedido de Emiliano con una sonrisa que apenas ocultaba su satisfacción por los avances en la casa y en la confianza de él, se dirigió a un pequeño departamento discreto en Recoleta, un lugar seguro y anónimo que solo ella y su padre conocían. El apartamento, escasamente amueblado, pero con tecnología de punta, era su centro de operaciones. Se sirvió una copa de vino tinto y se sentó frente a una tablet encriptada. La pantalla se iluminó, revelando el rostro pálido y envejecido de Gabriel Ferraioli. Su cabello canoso caía sobre un rostro surcado por profundas arrugas de preocupación, y sus ojos, idénticos a los de Micaela en su oscuridad, brillaban con una astucia inquebrantable. A pesar de su avanzada edad y su salud precaria, su mente era un arma afilada.

—¿Alguna novedad, hija? —la voz de Gabriel, rasposa y con el eco de una autoridad implacable, salió de los altavoces.

No era una pregunta trivial; era una exigencia de resultados.

Micaela asintió, su expresión se volvió fría, despojada de la calidez que mostraba a Emiliano.

—La casa está casi terminada. La confianza de Emiliano crece día a día. Los niños... bueno, los niños son más complicados, pero he logrado cierta tregua. Él baja la guardia conmigo, padre. Cree que soy una bendición en su vida. —Una sonrisa cruel asomó a sus labios—. Me cuenta sus problemas, sus sueños, incluso sus miedos sobre Rodrigo.

Gabriel asintió lentamente, una satisfacción apenas perceptible cruzando su rostro.

—Excelente. La paciencia es la clave, Micaela. La paciencia forja la traición más profunda. Recuerda, hija, te he encomendado una misión crucial: acabar con Emiliano. Pero no con la violencia burda de Rodrigo. Él es un torbellino, tú eres la marea que erosiona la tierra hasta que no queda nada.

Micaela asintió, su voz llena de convicción.

—Lo sé. Quiero que su derrumbe sea interno, que su 'imperio' se pudra desde la raíz, y que su corazón se rompa por la traición. Que sienta la agonía de la pérdida de todo lo que ama, lo que construyó, y lo que pensó que había ganado. Rodrigo solo sabe destruir. Yo sé desmantelar, desarmar.

Al inicio, los niños la "habían aceptado" para no hacer enojar a Emiliano, pero seguían sin aceptarla. A pesar de la paciencia casi sobrehumana de Micaela, la verdad era que la conexión con los hijos de Emiliano era superficial. Sus sonrisas eran forzadas, sus respuestas monosilábicas cuando Emiliano no estaba cerca. Theodore, el más pequeño, la miraba con ojos inquisitivos, a veces con un atisbo de miedo. Lorenzo, el mayor, era el más perspicaz. Observaba a Micaela con una mezcla de recelo y una madurez que no correspondía a sus años. Sentía una incomodidad palpable con su presencia, un instinto protector hacia su padre y su hermana menor. Cada día era peor; las pequeñas travesuras habían cesado, reemplazadas por una frialdad y una distancia calculadas.

Una tarde, mientras Micaela estaba en el jardín supervisando la instalación de un nuevo sistema de riego, Lorenzo se acercó a Emiliano, que revisaba unos documentos en la cocina. El niño, inusualmente serio, jaló la manga de su camisa.

—Papá, ¿Micaela se va a quedar aquí para siempre? —preguntó Lorenzo, su voz apenas un susurro, sus ojos grandes y llenos de una preocupación infantil que conmovió a Emiliano.

Emiliano sonrió, arrodillándose para estar a la altura de su hijo.

—No lo sé, campeón. Ella está ayudando a que la casa quede hermosa. ¿Por qué preguntas? ¿No te gusta que esté aquí?

Lorenzo desvió la mirada, mordiéndose el labio inferior.

—No... no es que no me guste. Es solo... la extraño a mamá. Y... Micaela es diferente. —Había algo en su tono que implicaba más que una simple diferencia.

Emiliano sintió un nudo en la garganta.

—Lo sé, mi amor. Mamá siempre estará en nuestros corazones. Pero Micaela nos está ayudando mucho. ¿No crees que es amable?

Lorenzo dudó, y luego, con una resolución que sorprendió a Emiliano, dijo:

—Ella... es muy amable, sí. Pero no es como mamá. Y... y creo que no te hace bien. No para nosotros.

Emiliano frunció el ceño.

—¿Por qué dices eso, hijo? ¿Ha pasado algo?

—No, papá. Nada. Solo... no me gusta. No la quiero aquí. Y a Theodore tampoco —respondió Lorenzo, su voz ahora más firme—. Quiero que se vaya.

Emiliano abrazó a su hijo, su corazón apesadumbrado. Comprendía que el niño estaba celoso, que extrañaba a su madre. Atribuyó su aversión a la natural resistencia de los niños a los cambios, especialmente después de una pérdida tan grande.

La insistencia de Lorenzo no se detuvo ahí. Unos días después, el niño intentó un movimiento desesperado para sacar a Micaela de sus vidas. Mientras Micaela hablaba por teléfono en el salón, Lorenzo, con una mezcla de inocencia y astucia, se acercó y, fingiendo un descuido, tropezó justo al lado de ella, haciendo que el teléfono se cayera de sus manos. Su intención era que el teléfono se rompiera, impidiendo que siguiera hablando, o que al menos la enojara lo suficiente como para que Micaela se enfadara y quisiera irse. Sin embargo, este movimiento, no funcionó.

El teléfono no se rompió; era un modelo robusto, diseñado para resistir golpes. Micaela, con reflejos felinos, lo atrapó en el aire antes de que tocara el suelo. Lo levantó con una sonrisa, aunque sus ojos grandes y delicados destellaron con una fracción de segundo de irritación apenas contenida.




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