Anhelo eterno

17

Micaela se movía por la casa de Emiliano con la gracia hipnótica de un felino, cada paso calculado, cada gesto ensayado a la perfección. Su papel de diseñadora de interiores, de mujer sensible, amable y aparentemente inocente, era una capa tan convincente que hasta el mismo Emiliano, curtido en las sombras de la desconfianza y la traición, empezaba a creer en ella con una fe ciega y peligrosa. Era encantadora, aparentemente inocente, siempre con una sonrisa dulce y una palabra amable, ganándose la confianza de Emiliano y, sorprendentemente, suavizando la inicial resistencia de los niños, que, con su instinto puro, habían sido su primer obstáculo.

Durante el día, Micaela era la profesional dedicada, la compañera ideal. Supervisaba los últimos retoques de pintura con una precisión casi obsesiva, discutía con Emiliano las opciones de mobiliario con una mezcla de profesionalismo y coqueteo sutil, y se reía con una naturalidad tan perfecta que sonaba genuina ante las ocurrencias disparatadas de Theodore.

—¿Crees que este verde es el color de los monstruos, Micaela? —preguntaba Theodore, señalando una muestra de tela con su dedo diminuto, untado en chocolate, sus ojos grandes y curiosos fijos en ella.

Micaela se agachaba a su altura, sus ojos grandes y negros brillando con una supuesta inocencia, un abismo de control bajo su superficie.

—Mmm, Theodore, yo creo que es el color de los bosques encantados, donde viven duendes traviesos y hadas buenas, con sus alas brillantes. ¿No te parece más divertido? —Y la magia de su voz, su tono suave y persuasivo, hacía que el niño asintiera, olvidando por un momento sus recelos infantiles, atrapado en la fantasía.

Emiliano la observaba desde la distancia, una calidez inusual extendiéndose por su pecho, ablandando la dureza que la vida le había impuesto. Era una sensación reconfortante, casi olvidada.

—Tienes una paciencia infinita con ellos, Micaela —comentó él, su voz teñida de una genuina admiración—. No sé qué haría sin ti. Se han encariñado mucho.

Ella le dedicaba una mirada que parecía cargada de una comprensión profunda, casi íntima, como si pudiera leer su alma.

—Los niños solo necesitan amor y límites, Emiliano. Y tú les das mucho de lo primero. Son unos soles, solo están un poco perdidos. —Su dulzura era el cebo perfecto.

Su habilidad para el engaño era magistral, digna de un actor de teatro. Se había insertado en la rutina familiar con una fluidez asombrosa. Dejó de ser solo una contratista; se convirtió en una figura indispensable. Preparaba el desayuno algunos días, con café aromático y tostadas crujientes, ayudaba a los niños con sus tareas escolares, descifrando problemas de matemáticas y leyéndoles sobre historia, incluso se ofrecía a llevar a Camille al médico cuando la pequeña tenía un chequeo rutinario, cargándola con una delicadeza maternal. Emiliano sentía que, poco a poco, la vida volvía a tener un sentido, un orden que había perdido con la muerte de Lluvia y la irrupción de Rodrigo. Con Micaela cerca, la amenaza del Titiritero parecía menos real, más lejana, casi un mal sueño del que ella lo estaba despertando.

Pero bajo esa superficie pulcra y perfecta, Micaela vivía una doble vida con una maestría aterradora, una danza entre la luz y la oscuridad. Cada noche, cuando Emiliano y los niños dormían plácidamente en la casa, la máscara de la diseñadora de interiores se desvanecía, revelando el rostro frío y calculador de la estratega. Se encerraba en su estudio improvisado, un espacio que había creado en un rincón apartado de la casa, y convertía las observaciones del día, los pequeños gestos, las conversaciones íntimas, en informes detallados, códigos que solo ella y su padre entendían. Luego, se conectaba con su padre, Gabriel.

—Emiliano ha encargado una nueva cerradura para su estudio y ha reforzado las ventanas con un vidrio más resistente en la parte de atrás de la casa —informaba Micaela a Gabriel a través de una videollamada encriptada, la pantalla iluminando su rostro impasible. Su voz era plana, sin emoción, el polo opuesto de la dulzura que exhibía durante el día—. Sus movimientos son previsibles, padre. Se entrena por las mañanas en el gimnasio de la casa, lleva a los niños al colegio en el mismo horario, luego va a su empresa. Siempre el mismo patrón. Es una rutina que se repite.

La imagen de Gabriel Ferraioli apareció en la pantalla, sus ojos de buitre fijos en su hija, un brillo de satisfacción maligna en ellos.

—Bien. Necesitamos sus rutinas, sus hábitos más pequeños. Conoce a sus contactos más cercanos, a quienes frecuenta. ¿Hay alguien en quien confíe ciegamente? ¿Alguna debilidad, alguna fisura en su armadura?

Micaela pensó por un momento, repasando mentalmente las últimas semanas.

—Solo sus empleados más antiguos, los que vinieron con él del pasado oscuro. Y un par de nuevos socios que parecen honestos, hombres de negocios. No confía en nadie del todo, padre. Su desconfianza es una barrera casi infranqueable.

—Una barrera que tú derribarás, Micaela —sentenció Gabriel con una sonrisa de lobo hambriento—. Recuerda tu propósito, hija. No es solo información. Es desmantelar. Es que caiga por su propio peso.

Mientras Micaela ejecutaba su misión con frialdad profesional, los instintos de los niños, especialmente los de Lorenzo, seguían enviando señales de alarma, como pequeños sismógrafos detectando un terremoto invisible. A pesar de las sonrisas forzadas y la aparente aceptación para no desairar a Emiliano, Theodore y Lorenzo seguían sin aceptarla. La presencia de Micaela se sentía como una intrusión, un recordatorio constante de que su madre ya no estaba y de que alguien más estaba tratando de ocupar su lugar, de borrar su recuerdo. La herida de la pérdida de Lluvia aún estaba abierta y fresca en sus pequeños corazones, y Micaela, con toda su perfección, era una sal que se vertía sobre ella.

Una tarde, mientras Micaela estaba en el salón con Emiliano, discutiendo los últimos detalles de una remodelación, sus voces suaves y sus risas resonando en el aire, Lorenzo y Theodore se escondieron detrás del sofá de terciopelo, pequeños espías con grandes corazones heridos, escuchando cada palabra.




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