La noche era un manto de oscuridad densa y opresiva sobre el Río de la Plata, solo rota por el parpadeo lejano de las luces de Buenos Aires y el reflejo plateado de la luna sobre el agua turbia, casi negra, del estuario. El viento frío del río golpeaba el rostro de Emiliano con la fuerza de un látigo, trayendo consigo el olor salitre del mar, la humedad y el óxido de las estructuras abandonadas, un presagio sombrío que le erizaba la piel. Sus pasos resonaban huecos en el silencio sepulcral del muelle abandonado, cada eco un recordatorio de la soledad que lo envolvía. De entre la oscuridad y las siluetas fantasmales de viejas grúas oxidadas, emergió la figura imponente de Rodrigo, como un espectro de su pasado. Su rostro era una mueca de ira y desesperación, una máscara de pura furia; sus ojos, inyectados en sangre, brillaban con una locura peligrosa, el fulgor de una venganza consumada que lo consumía.
El clímax de esta fallida ofensiva se dio en el muelle. Una llamada anónima, plantada estratégicamente por los Ferraioli, alertó a Emiliano sobre un posible ataque en la zona portuaria, un lugar desolado cerca del Río de la Plata, donde la ciudad se encuentra con la inmensidad gris y misteriosa del agua. Emiliano decidió ir solo, no para un enfrentamiento armado, sino para evaluar la situación, para entender la magnitud de la amenaza que lo acosaba. Lo que no sabía es que Rodrigo, cegado por la rabia y la frustración de sus continuos fracasos, había decidido tomar el asunto en sus propias manos, en un acto de desesperación impulsiva.
—¡Emiliano! —rugió Rodrigo, su voz distorsionada por la furia, un sonido crudo y animal que resonó con una brutalidad ensordecedora en la inmensidad solitaria del lugar—. ¡Creíste que podías escapar de mí! ¡Que podías esconderte como una rata! ¡Nadie me quita lo que es mío y vive para contarlo! ¡Serás el último!
Emiliano se detuvo a unos metros, la distancia prudencial, su corazón latiendo con una fuerza brutal en su pecho, un tambor tribal que amenazaba con romper sus costillas. Su rostro, sin embargo, era una máscara de calma forzada, un intento desesperado de controlar la situación, de no dejarse arrastrar por la misma locura que consumía a Rodrigo, que lo había llevado a ese punto.
—Rodrigo. Esta guerra es estúpida. Inútil. No tiene sentido. Ya perdí a Lluvia, ambos la perdimos. Suficiente sangre se ha derramado. Deja en paz a mi familia. Déjanos en paz.
—¡Nunca! ¡Tú me quitaste todo! ¡Mi estatus, mi poder, mi vida! ¡Ahora te lo quitaré a ti! ¡Hasta el último aliento de tus hijos! —gritó Rodrigo, sacando una pistola de su cinturón con un movimiento rápido y amenazante, el metal brillando lúgubremente bajo la escasa luz de la luna, un presagio de muerte.
Se desató una trifulca brutal y desesperada, un torbellino de puños y patadas que se perdían y encontraban en la penumbra del muelle. Emiliano, que había entrenado sin cesar en artes marciales y técnicas de combate cuerpo a cuerpo, era más rápido, más ágil, su mente estaba clara y enfocada, moviéndose con la precisión letal de un depredador. Rodrigo, consumido por la rabia ciega, luchaba con una fuerza salvaje, pero desorganizada, sus golpes carecían de la precisión necesaria, su furia era su propia debilidad, su perdición. Los impactos resonaban con eco en la soledad del muelle, una sinfonía macabra de dolor y violencia. La pistola de Rodrigo, en medio del forcejeo, resbaló de sus manos, patinando sobre el concreto húmedo y desapareciendo en la oscuridad, un arma inútil ahora. Lucharon cuerpo a cuerpo, sus cuerpos chocando con el impacto de dos fuerzas opuestas, la vida de uno en las manos del otro, peligrosamente cerca del abismo. El acantilado rocoso, que daba a las aguas turbulentas y oscuras del río, se alzaba ominoso y traicionero detrás de ellos, un testigo silencioso de la lucha final.
Emiliano esquivó un golpe brutal de Rodrigo, que pasó a centímetros de su rostro, sintiendo el silbido del aire. Con un movimiento rápido y certero, le propinó un codazo seco en el estómago, sacándole el aire. Rodrigo se encogió, un quejido ahogado escapando de sus labios, pero contraatacó con una embestida salvaje, un último acto de desesperación, intentando derribar a Emiliano y arrastrarlo consigo al vacío. Ambos forcejearon en el borde, sus pies resbalando en el concreto húmedo y traicionero del muelle, al borde de la caída. El aliento gélido del abismo los envolvía, un frío que calaba hasta los huesos. Emiliano sintió el vértigo, el pánico por un instante, un terror primitivo, pero se aferró con fuerza a la imagen de sus hijos, a la promesa de una nueva vida, de una paz anhelada. Un último empujón, una ráfaga de fuerza desesperada, un impulso de supervivencia que brotó desde lo más profundo de su ser. Rodrigo, en su último y vano intento por derribar a su oponente, perdió el equilibrio de forma definitiva. Cayó hacia atrás, su grito de rabia y terror cortándose abruptamente en el aire, ahogado por el rugido del viento y las olas que se alzaban para devorarlo. Emiliano escuchó un chapoteo espeluznante en la oscuridad de abajo, el sonido del fin. Se acercó al borde, su corazón martilleando contra sus costillas con una fuerza brutal, casi dolorosa. La oscuridad abisal del río lo engulló, reclamándolo para siempre.
Entonces, un destello, un brillo metálico que captó su atención en el suelo. Emiliano vio la pistola de Rodrigo, casi oculta por la sombra de una vieja viga. Un impulso primario, un vestigio de su pasado oscuro que se negaba a morir del todo, lo llevó a tomarla, su mano temblaba levemente. Escuchó un forcejeo ahogado en el agua, los desesperados gorgoteos de Rodrigo que se iban apagando lentamente, una lucha agónica y sin esperanza contra la muerte. La voz de Rodrigo se ahogaba, sus últimos esfuerzos por respirar eran solo burbujas en la superficie. Emiliano apuntó, no a la cabeza, no al cuerpo, sino directamente al pecho, al corazón, el centro de la rabia que lo había consumido. Disparó una sola vez. El sonido seco y rotundo del disparo se perdió en el ulular del viento y el rugido del río, un eco fantasma en la noche, el final de una era de sangre y venganza. Rodrigo murió ahogado y con un tiro en el corazón. Su cuerpo, si era que lo encontraban alguna vez, sería arrastrado por la corriente traicionera del Río de la Plata, un final silencioso, anónimo y deshonroso para un hombre que había vivido con tanta estridencia y furia.
#220 en Detective
#187 en Novela negra
#917 en Otros
#160 en Acción
mafia, familia adinerada cellos cambio de vida, muerte odio violencia peligro accion
Editado: 10.07.2025