Anhelo eterno

19

La sombra de Rodrigo, tan densa y opresiva, se había disipado, dejando a Emiliano en una paz inquietante. La casa, ahora libre de la amenaza inminente, respiraba un aire nuevo, aunque viciado por el engaño. Los días se deslizaron con una calma tensa, Emiliano intentando reconstruir una normalidad que sentía esquiva, y Micaela tejiendo su red con una paciencia letal. Ella observaba cada gesto de él, cada suspiro de alivio, cada intento por aferrarse a la idea de un futuro mejor. La muerte de Rodrigo había despejado el camino para el verdadero plan de Gabriel Ferraioli, y Micaela, su pieza más valiosa, estaba a punto de asestar un golpe que cambiaría el tablero por completo.

Fue una tarde de primavera, el sol de Buenos Aires filtrándose por los ventanales de la casa, tiñendo el ambiente de una calidez engañosa. Emiliano, sentado en el sillón de su estudio, revisaba unos documentos de la empresa, intentando concentrarse. Micaela entró con una bandeja de té, sus movimientos suaves, casi etéreos. Se sentó frente a él, un brillo inusual en sus ojos.

—Emiliano —comenzó Micaela, su voz un susurro que vibraba con una emoción contenida, una mezcla de nerviosismo y triunfo que Emiliano, ingenuo, confundió con pura felicidad—. Necesito contarte algo.

Emiliano levantó la vista, sintiendo una punzada de curiosidad.

—Dime, Micaela. ¿Sucede algo?

Ella le tomó la mano, sus dedos fríos, pero su tacto suave. Sus ojos se empañaron con lágrimas que parecían genuinas, un torbellino de emociones que, para un observador externo, habrían sido conmovedoras.

—Estoy... estoy embarazada, Emiliano. —La voz se le quebró, y una lágrima solitaria rodó por su mejilla.

El mundo de Emiliano se detuvo. La noticia lo golpeó con la fuerza de una ola, dejándolo sin aliento. Un hijo. ¿Un hijo? Su mente, aún procesando la brutalidad de la muerte de Rodrigo, se vio inundada por una avalancha de emociones contradictorias. Miedo, sí. Pero también una punzada de esperanza, un anhelo profundo por una nueva vida, por la posibilidad de un nuevo comienzo, de una familia que había creído perdida para siempre con Lluvia. Una parte de él se resistía, pero la otra, la que anhelaba la luz, se aferraba a esa posibilidad.

—¿Embarazada? —repitió Emiliano, su voz apenas un murmullo, el asombro pintado en su rostro.

Miró su mano, luego la de ella, unidas en un símbolo de algo que aún no terminaba de comprender.

Micaela asintió, las lágrimas ahora brotando con más libertad, aunque su mirada se mantuvo firme, una astuta profundidad en sus ojos.

—Sí, Emiliano. Es... es nuestro.

La mente de Emiliano corrió a toda velocidad. Los niños, su soledad, la necesidad de una figura materna en casa. Y ahora, un bebé. Un lazo irrompible. La idea de una nueva familia, completa, lo envolvió como una manta cálida y seductora. Se levantó, su corazón latiendo con una emoción que apenas podía contener, y la abrazó con fuerza.

—Micaela... esto... esto es... es increíble —susurró, sintiendo el calor de su cuerpo contra el suyo.

La idea de un hogar lleno de risas, de una nueva vida, de un futuro sin sombras, se ancló en su mente.

Impulsado por un torbellino de emociones, la soledad que lo había carcomido y la esperanza de un nuevo comienzo, Emiliano tomó la decisión más trascendental.

—Cásate conmigo, Micaela. Formemos una familia. Una de verdad. Que este bebé nazca en un hogar completo.

El rostro de Micaela se iluminó con una sonrisa que pareció borrar toda la tristeza anterior. Sus ojos brillaron, pero no solo por la alegría; había un destello de victoria, un triunfo helado que solo ella podía ver.

—¡Sí, Emiliano! ¡Sí! ¡Claro que sí! —Su voz se alzó con una emoción desbordante, y lo abrazó con una fuerza que lo sorprendió.

Las lágrimas, esta vez, parecían verdaderas, la culminación de un plan meticulosamente ejecutado. La alegría que exhibía era el pináculo de su actuación, el punto de no retorno.

La noticia del embarazo de Micaela no solo impactó a Emiliano, sino que aceleró los planes de Gabriel y los de Micaela de una manera brutal. En su departamento discreto, Gabriel Ferraioli recibió la llamada de su hija con un silencio cargado de expectación.

—Lo tengo, padre. Estoy embarazada. Emiliano acaba de pedirme que me case con él —la voz de Micaela era un susurro triunfante al teléfono, sus palabras goteando veneno envuelto en dulzura.

Gabriel dejó escapar una risa seca, un sonido casi imperceptible, pero lleno de una satisfacción profunda.

—Excelente, Micaela. Magnífico. Un heredero de sangre. Esto lo ata a ti de una forma que ni siquiera Rodrigo podría haber imaginado. Ahora, la destrucción debe ser total y silenciosa. La guerra se ha ganado.

Los planes de desmantelamiento de Emiliano se ajustaron. Lo que antes era una erosión lenta, ahora se transformaba en una demolición controlada pero acelerada. Gabriel ordenó a Micaela que consolidara su posición, que se convirtiera en el centro indiscutible de la vida de Emiliano, que controlara sus finanzas, sus contactos, su agenda. La confianza de Emiliano, ahora multiplicada por la futura paternidad, era el arma definitiva.

Mientras la casa se llenaba de una falsa alegría por la noticia del embarazo y el futuro matrimonio, el terror se apoderaba de los corazones de Lorenzo y Theodore. Los niños habían escuchado la conversación de Emiliano con Micaela, sus pequeñas orejas captando cada palabra. El murmullo del embarazo y la propuesta de matrimonio los golpearon como un puñetazo en el estómago. La idea de una nueva hermana o hermano, de una "nueva mamá" que no era Lluvia, los llenó de un miedo visceral, de una profunda aversión.

Esa noche, Lorenzo y Theodore se acurrucaron en la cama del mayor, sus voces apenas audibles, ahogadas por la oscuridad de la habitación.

—Papá... papá va a casarse con ella —susurró Theodore, su voz temblorosa, aferrándose al brazo de su hermano.




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