La casona en Belgrano, un monumento a la antigua opulencia de la aristocracia porteña, vibraba esa noche con la euforia desatada de la fiesta de bodas. Cada ventana, cada balcón con sus elaborados trabajos de herrería, parecía exhalar alegría. La música se elevaba por encima de las risas y las conversaciones animadas, creando un ambiente de pura celebración que se derramaba por cada rincón del vasto jardín.
El espacio exterior, ahora iluminado con guirnaldas de luces cálidas que parpadeaban como luciérnagas doradas suspendidas en el aire, se había transformado en una pista de baile improvisada donde los invitados se movían al compás de la cumbia vibrante y el tango apasionado, sus cuerpos entrelazándose en una danza de alegría contagiosa.
El aroma a jazmines, rosas y recién cortado césped se mezclaba con la fragancia de los perfumes caros y el humo tenue de los cigarros, creando una sinfonía olfativa que engañaba a los sentidos. Emiliano, con Micaela a su lado, tan deslumbrante como una estrella, sonreía y bailaba con una ligereza que hacía años no sentía, una liberación que creía genuina, un peso que se había quitado de encima.
La paz, esa sensación esquiva que había buscado con desesperación desde la trágica muerte de Lluvia, parecía haberlo alcanzado por fin, aunque fuese una paz construida sobre la arena movediza del engaño, una quimera efímera que se desvanecería con la primera brisa de la verdad, dejándolo más vulnerable que nunca.
En medio del jolgorio, entre las piernas de los adultos que giraban y se reían con desenfreno, Lorenzo y Theodore corrían incansablemente, riendo a carcajadas, sus voces agudas y llenas de vida resonando como campanitas en el aire festivo. Aún estaban contagiados por la hilaridad de lo sucedido en la capilla con la señora equivocada, un momento de absurdo que había aliviado la tensión de sus pequeños corazones.
—¡Imagínate la cara de la señora! —exclamaba Lorenzo, sujetándose el estómago con la risa incontrolable que le hacía doler los músculos, sus ojos brillando con una picardía infantil mientras el recuerdo de la mujer desubicada lo invadía de nuevo—. ¡Pensó que era el Ricardo equivocado! ¡Y pobre Ricardo, seguro se casó sin saber que casi lo secuestran!
Theodore se reía con él, su risa era un eco perfecto de la de su hermano, sus pequeños ojos brillando con la misma picardía contagiosa. Saltaba y brincaba, una bola de energía desbordante.
—¡Y casi nos descubre a nosotros, Lolo! ¡Estábamos a punto de gritar! ¡Menos mal que estornudó Camille! ¡Ella nos salvó! ¡Fue como magia!
Camille, la bebé, dormía plácidamente en los brazos de una niñera de confianza, ajena a la locura de su alrededor, a la farsa que se desarrollaba, a la inocencia que la protegía del veneno que se cernía sobre ellos. Su respiración era suave y uniforme, un contraste pacífico con el bullicio de la fiesta.
Los niños, por un momento, habían olvidado la amenaza silenciosa y la incomodidad que sentían en la presencia de Micaela, sumergidos por completo en la alegría desenfrenada de las travesuras y la libertad de la fiesta, una burbuja de despreocupación que pronto, muy pronto, estallaría en mil pedazos.
La noche avanzaba, sus horas desvaneciéndose como el humo de un cigarro en el aire fresco de la madrugada, y con ella, llegaba la hora de las despedidas, un preludio a la verdadera misión de Micaela, el acto final de su plan. Era un acuerdo que Emiliano había hecho con Raquel y Lucía, sus cuñadas y amigas incondicionales de Lluvia, para que los niños tuvieran un respiro de los cambios drásticos y un lugar de refugio seguro en esos días de turbulencia emocional que se avecinaban, aunque él no lo supiera del todo.
Cuando la música bajó su volumen a un murmullo apenas perceptible, como un eco de un sueño, y las primeras luces del amanecer empezaron a asomarse tímidamente por el horizonte este, tiñendo el cielo de tonos rosados, naranjas y púrpuras, llegó Raquel, con Lucía a su lado, para llevarse a Lorenzo, Theodore y a la pequeña Camille. Raquel, con su rostro amable y su mirada penetrante que siempre parecía ver más allá de lo evidente, se acercó a Emiliano y Micaela, una figura de autoridad silenciosa en medio de la fiesta menguante.
—Vinimos por los chicos, Emiliano. Ya es tarde y necesitan descansar —dijo Raquel, con una sonrisa sincera que no ocultaba la observación cuidadosa de Micaela.
Miró a la recién casada, y aunque su sonrisa fue amable, sus ojos guardaban una curiosidad, una reserva, una chispa de desconfianza que no pasaba desapercibida para la aguda percepción de Micaela. Había algo en la forma en que Raquel la evaluaba, una sospecha latente que Micaela detectó de inmediato, una grieta en su fachada perfecta.
—Gracias por venir, Raquel, Lucía —dijo Emiliano, abrazando a sus hijos con fuerza, uno por uno, un abrazo de despedida cargado de promesas de reencuentro. Les besó las cabezas, aspirando el aroma a niño y a fiesta—. Pórtense bien, campeones. Los veré muy pronto. Prometo llevarlos al parque y al zoológico.
Lorenzo y Theodore se aferraron a su padre por un instante, sus sonrisas un poco forzadas, la alegría de la fiesta desvaneciéndose al sentir la mano de Raquel en sus hombros, una llamada a la realidad. Luego, se despidieron de Micaela con un saludo rápido, una cortesía mecánica que no llegaba a sus ojos, un muro invisible de desconfianza entre ellos.
Camille, envuelta en una manta de lana suave, pasó de los brazos de la niñera a los de Lucía, que la acunó con ternura maternal, ajena a todo el drama y el peligro. Los tres niños se alejaron con Raquel y Lucía, sus pequeñas figuras desapareciendo en la noche que daba paso al alba, llevándose consigo la última pizca de inocencia y luz del hogar, un exilio necesario pero doloroso, una separación que Micaela había orquestado. Para la Novia, era un alivio inmenso. El nido estaba vacío, las piezas se movían, el camino estaba despejado para el golpe final. Su dominio sobre Emiliano sería total, sin obstáculos.
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Editado: 10.07.2025