Anhelo eterno

23

La luna de miel en Iguazú, planeada por Micaela con una pulcra precisión, se convirtió para Emiliano en el escenario de una pesadilla que superaba cualquier otra que hubiera vivido.

Los primeros días fueron idílicos, bañados por el sol tropical y el estruendo hipnótico de las cataratas, un telón de fondo de abrumadora belleza natural.

Emiliano se sentía flotar en una burbuja de felicidad, convencido de que por fin había encontrado la paz y el amor que tanto anhelaba.

Micaela, más atenta y cariñosa que nunca, tejía la ilusión de un futuro perfecto con hilos de dulzura y sonrisas, cada caricia una capa más de veneno.

Pero al tercer día, la burbuja empezó a resquebrajarse. Emiliano despertó con un malestar profundo, una fatiga inusual que no se disipaba con el descanso. Al principio, lo atribuyó al jet lag o al cambio de clima.

—Solo necesito un café fuerte, mi amor —le dijo a Micaela una mañana, mientras se levantaba con una pesadez extraña en las extremidades.

Micaela lo observaba desde la cama, su rostro angelical, sus ojos negros fijos en él con una intensidad indescifrable.

—Claro, yo te lo preparo. ¿Te sientes débil?

—Un poco. Pero es normal, supongo. Tanta emoción —respondió él, forzando una sonrisa.

Sin embargo, a medida que las horas pasaban, los síntomas se agudizaban. Una náusea constante lo acompañaba, y un dolor punzante comenzó a instalarse en el pecho.

Su piel adquirió un tono ceniciento, y la respiración se le dificultaba, como si el aire le pesara. En la tarde, mientras visitaban uno de los senderos más hermosos del parque, Emiliano empezó a sentir los efectos del veneno con una virulencia creciente.

Un mareo repentino lo obligó a apoyarse en un árbol, el sudor frío perlaba su frente.

—Emiliano, ¿qué te pasa? —preguntó Micaela, acercándose con una preocupación que parecía desbordante.

—No lo sé. Me siento... muy mal. Creo que debemos volver al hotel —dijo él, la voz débil, su visión empezando a nublarse por momentos.

El camino de regreso fue un calvario. Cada paso era un esfuerzo titánico. Al llegar a la suite, Emiliano se desplomó en el sofá, su cuerpo temblaba incontrolablemente.

La respiración se volvió superficial y rápida. La confusión comenzó a nublar su mente, un velo pesado.

—Necesitamos un médico —murmuró, intentando levantarse, pero sus músculos no respondían.

Micaela se sentó a su lado, sus ojos ahora desprovistos de dulzura, revelando una frialdad cortante, un acero implacable. En su rostro, la máscara se había desprendido por completo.

—No habrá médico, Emiliano —dijo Micaela, su voz era un hilo de hielo, tan diferente de la melodía dulce que conocía.

El shock y la confusión se apoderaron de él. Sus ojos se abrieron desmesuradamente, intentando entender la crueldad en su mirada, el tono de su voz.

—¿Qué... qué dices? ¿Micaela? ¿Qué me está pasando? —preguntó Emiliano, un terror helado empezando a trepar por su espina dorsal.

Su mente, aún confusa, luchaba por encajar las piezas de ese rompecabezas macabro.

Micaela se inclinó, una sonrisa amarga y victoriosa se dibujó en sus labios, revelando la oscuridad de su alma.

—Estás muriendo, Emiliano. Lentamente. Dolorosamente. Tal como lo planeamos.

La revelación lo golpeó como un rayo. La mujer que había desposado, la madre de su futuro hijo, la que había traído luz a su vida, era su verdugo.

La verdad, cruda y brutal, se abrió paso a través de la niebla del veneno. La sangre era implícita a través del deterioro físico; el pulso galopante, el color lívido de su piel, el frío que lo invadía, la sensación de que cada órgano se apagaba lentamente.

Su cuerpo gritaba la verdad antes de que su mente pudiera procesarla.

—¿Tú... tú me hiciste esto? —preguntó Emiliano, el horror en su voz era más terrible que el dolor físico.

La traición. Eso era lo que lo destrozaba.

Y entonces, Micaela habló con la verdad, dejando que Emiliano supiera todo. Cada palabra una estocada, fría y precisa.

—Sí, Emiliano. Yo. Yo soy Micaela Ferraioli, la hija de Gabriel Ferraioli, tu verdadero enemigo. El Titiritero —dijo ella, sus ojos brillaban con una satisfacción que rozaba la locura—. Rodrigo era solo un peón, un tonto útil. La venganza, la verdadera, no es una explosión de rabia. Es un arte. Es lenta, es meticulosa, es desde adentro.

Emiliano intentó incorporarse, un grito de agonía en su garganta, pero solo un gemido salió de sus labios. La fuerza lo abandonaba.

—¿Por qué? —logró susurrar, las lágrimas de incredulidad y dolor rodando por sus mejillas.

—Porque le arrebataste todo a mi padre. Su imperio, su legado, su honor —continuó Micaela, su voz era un monólogo de odio contenido—. Y porque tú mataste a Rodrigo. Mi primo. Él era familia, y tú lo asesinaste, por más idiota que fuera. Tenías que pagar. Y pagarás con lo que más amas: tu vida, tu familia, tu legado. Lo perderás todo.

La traición, al fin, se revelaba en toda su magnitud. El matrimonio, el embarazo, las sonrisas, todo había sido una farsa macabra.

Emiliano cayó hacia un lado en el sofá, su cuerpo ya no respondía a sus órdenes. Su respiración se volvió un hilo apenas perceptible.

—Los niños...—, logró articular, una última punzada de terror por sus hijos.

Micaela se arrodilló a su lado, sus ojos brillantes con una crueldad que lo heló hasta la médula.

—Ah, los niños. Qué dulces, ¿verdad? Creen que Raquel y Lucía los están cuidando. Pero no, Emiliano. Están esperando la orden. El dolor que sentirán cuando sepan de tu muerte... ese es su castigo por ser tus hijos. Parte de tu caída. Será lento.

Emiliano se debatía en los estertores de la agonía, pero todavía no moría. Su cuerpo, fuerte y resistente, luchaba contra el veneno, prolongando la tortura.

Cada segundo era una eternidad de horror, el rostro de Micaela, antes angelical, ahora la imagen misma del diablo.




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