La suite de lujo en Iguazú, antes un santuario de amor y promesas susurradas, se había transformado en el escenario de una pesadilla indescriptible.
Emiliano yacía en el sofá, su cuerpo retorciéndose en los estertores de una agonía inhumana, una batalla brutal librándose en cada fibra de su ser.
La verdad, cruel y desnuda, que Micaela había escupido, era un veneno más potente que el que corría por sus venas, un ácido corrosivo para su alma.
El aire en la habitación se sentía denso, pesado, cargado con el aliento moribundo de una vida que se extinguía y el hedor agrio de la traición.
—Gabriel Ferraioli... su hija... —La voz de Emiliano era un hilo apenas audible, un susurro que se perdía en el estruendo distante de las cataratas, que ahora no parecían un lamento fúnebre, sino el rugido ensordecedor de su propio destino.
Sus ojos, antes llenos de vida y una esperanza ingenua, estaban velados por una niebla espesa de dolor insoportable y una incredulidad que lo desgarraba.
La imagen de Lluvia, de sus hijos, parpadeaba ante él, un recuerdo bendito y a la vez tortuoso de todo lo que perdía en ese instante, de todo lo que ya no sería.
Micaela, arrodillada a su lado, lo observaba con una frialdad que helaría el infierno mismo. Para ella, era la consumación de años de espera, de un odio gestado en la oscuridad.
Su rostro, inmaculado y sereno como el de un ángel caído, contrastaba brutalmente con la agonía que desfiguraba el de Emiliano. No había rastro de la dulce esposa que había sido solo unas horas antes.
Solo la depredadora, la vengadora, la herramienta perfecta de una mente maestra.
—Sí, Emiliano —dijo Micaela, su voz era un hilo de acero, sin un gramo de compasión, una melodía cruel—. Micaela Ferraioli. La mujer que te ha mostrado lo fácil que es desmantelar un imperio desde adentro. La mujer que te ha quitado todo, pieza por pieza, tal como tú le quitaste todo a mi padre, a nuestra familia. Cada paso que diste, cada decisión que tomaste, cada confianza que depositaste en mí... todo fue parte de mi plan. Cada beso, cada caricia, una mentira.
Un espasmo violento, un último estertor, sacudió el cuerpo de Emiliano.
Sus manos se crisparon, intentando aferrarse a algo, a la vida que se le escapaba entre los dedos como arena.
El sudor frío empapaba su frente, y el color de su piel era ahora un gris cerúleo, la tez de la muerte.
La respiración se volvió errática, un jadeo desesperado, cada inhalación una lucha contra el abismo que lo reclamaba.
—¿Por qué?... —logró susurrar, un grito ahogado de su alma, la pregunta más dolorosa de todas. La traición.
Eso era lo que lo destrozaba. La puñalada en el corazón, la aniquilación de su espíritu antes que de su cuerpo.
—Porque le arrebataste todo a mi padre. Su imperio, su legado, su honor —continuó Micaela, su voz un monólogo de odio contenido, cada palabra una astilla de hielo—. Y porque tú mataste a Rodrigo. Mi primo. Él era sangre de mi sangre, familia, y tú lo asesinaste, por más idiota que fuera. Eso se paga. Y pagarás con lo que más amas: tu vida, la familia que creíste construir, tu legado. Lo perderás todo. Y yo estaré aquí para verlo.
La traición, al fin, se revelaba en toda su magnitud devastadora.
El matrimonio, el embarazo, las sonrisas, cada palabra tierna, todo había sido una farsa macabra, un engaño diseñado para romperlo por completo.
Emiliano intentó incorporarse, un grito de agonía en su garganta, pero solo un gemido desesperado salió de sus labios.
La fuerza lo abandonaba, sus músculos se negaban a obedecer.
—Los niños... —logró articular, una última punzada de terror, una súplica desgarradora por sus hijos, la única luz verdadera que había en su vida, la razón de su existencia.
Micaela se inclinó aún más, sus ojos brillantes con una crueldad que lo heló hasta la médula, una sonrisa perversa se dibujó en sus labios.
—Ah, los niños. Qué dulces, ¿verdad? Creen que Raquel y Lucía los están cuidando. Pero no, Emiliano. Están esperando la orden de mi padre. El dolor que sentirán cuando sepan de tu "repentina" muerte... ese es su castigo por ser tus hijos. Parte de tu caída. Será lento, será un tormento para sus pequeñas almas.
Emiliano se debatía en los estertores de la agonía, pero todavía no moría. Su cuerpo, fuerte y resistente, luchaba contra el veneno con una fiereza animal, prolongando la tortura, alargando el horror.
Cada segundo era una eternidad de tormento, el rostro de Micaela, antes angelical, ahora la imagen misma del diablo, grabada a fuego en su mente.
Veía las cataratas por la ventana, sus aguas majestuosas e indiferentes, y sentía la ironía cruel de morir en un lugar tan hermoso, a manos de la mujer que había jurado amarlo.
La oscuridad comenzaba a tragarlo, pero la conciencia, cruel y persistente, se aferraba con uñas y dientes, obligándolo a presenciar su propia perdición, la ruina de todo lo que había amado, de cada esperanza forjada.
—Despierta, Emiliano —susurró Micaela, con una frialdad escalofriante, casi un arrullo—. Despierta a tu infierno personal. Esto es solo el principio de tu agonía eterna.
Con un último estertor, su cuerpo se sacudió violentamente. Sus ojos se abrieron una última vez, buscando, anhelando algo de piedad, de redención, pero solo encontraron el abismo en la mirada de Micaela.
Sus labios se movieron, quizás para pronunciar el nombre de Lluvia, quizás una última maldición, pero no salió sonido.
Un aliento raspado, un quejido gutural. Emiliano se desvaneció y murió, su cabeza cayó pesadamente hacia un lado, su cuerpo inerte en los brazos de la mujer que lo había amado hasta la muerte, pero por la venganza.
La escena era dramática y brutal, un cuadro de horror congelado en el tiempo. La quietud de la muerte contrastaba con el torbellino de emociones que había precedido.
El silencio en la suite era ahora absoluto, solo roto por el rugido constante de las cataratas, indiferentes a la vida que acababan de presenciar su fin.
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Editado: 10.07.2025