El tiempo, implacable y sanador, tejió un velo sobre los eventos trágicos que habían sacudido la vida de los García. La muerte de Emiliano fue un golpe devastador, un eco de la pérdida de Lluvia que dejó a Lorenzo, Theodore y Camille en un limbo de dolor y confusión. Sin embargo, la vida, con su persistente insistencia, siguió adelante, y con ella, los planes maestros de Gabriel Ferraioli, ahora ejecutados por su hija, Micaela.
La narrativa da un salto de varios años en el futuro.
El rugido constante de las cataratas de Iguazú, donde Emiliano había exhalado su último aliento, se había desvanecido en el tiempo, reemplazado por los sonidos cotidianos de una casona en Belgrano que, para el mundo exterior, representaba la imagen de una familia recompuesta y próspera. Una fachada perfecta.
Lorenzo, ahora un joven de veintidós años, había crecido con la sombra de una pérdida incomprensible. Sus ojos, antes llenos de la vivacidad de un niño, ahora poseían una profundidad melancólica, una sabiduría que no correspondía a su edad. Había asumido, casi por inercia, la figura de protector de sus hermanos menores, un manto invisible de responsabilidad que llevaba con estoicismo.
Theodore, de diecinueve, era un espíritu más libre, aunque también marcado por el pasado, encontrando consuelo en la música y en una independencia que lo alejaba de los muros de la casona, buscando su propio escape.
Camille, la pequeña que había presenciado la boda sin comprender su significado, era ahora una adolescente de catorce años, con una belleza incipiente y una curiosidad que a veces la llevaba a preguntar demasiado, a escudriñar más allá de lo permitido.
La vida de los hijos de Lluvia y Emiliano había transcurrido bajo la atenta, aunque distante, mirada de Micaela.
Convertida en la viuda de Emiliano, había consolidado su posición en la sociedad y en el "legado" de su difunto esposo.
Las propiedades de Emiliano, sus negocios, todo había pasado a ser administrado por Micaela, bajo la tutela, por supuesto, de Gabriel Ferraioli, quien operaba en las sombras, satisfecho con los hilos que movía desde su retiro, tejiendo su propia red de poder. Micaela había dado a luz al hijo de Emiliano, un niño sano y rubio llamado Agustín, que ahora tenía quince años.
Un año después de la muerte de Emiliano, Micaela había vuelto a casarse, esta vez con un empresario adinerado y de buena reputación, un hombre noble llamado Daniel Moretti, una figura pública que le otorgaba una fachada aún más impecable a su vida. Con Daniel, tuvo otra hija, Mariel.
La vida cotidiana en la casona, ahora más grande y con más personal, se había revestido de una aparente normalidad.
Desayunos en el gran comedor, clases particulares para los más jóvenes, actividades deportivas y sociales. Micaela, la perfecta anfitriona y madre, orquestaba cada detalle con una elegancia impecable, cada movimiento calculado.
Los hijos de Lluvia convivían con Agustín y Mariel en una extraña hermandad.
Había respeto, una convivencia pacífica, pero una barrera invisible persistía, un recuerdo tácito de las verdaderas raíces de cada uno. Agustín, el hijo de Emiliano y Micaela, creció en un ambiente de privilegios, un joven algo mimado pero con el encanto superficial de su madre. Mariel, por su parte, era una niña brillante y alegre, un rayo de sol que iluminaba los rincones más oscuros de la casa. Tenía quince años, apenas siete menos que Lorenzo, y su risa era contagiosa, su espíritu, libre, desbordante.
Y fue precisamente esa diferencia de edad, esa proximidad en la madurez, lo que sembró una semilla inesperada, tierna y peligrosa a la vez.
Se da a comprender que Lorenzo, el primogénito, el protector, estaba profunda e innegablemente enamorado de Mariel, la hija de Micaela con su actual marido.
Era un amor prohibido, un sentimiento que lo avergonzaba y lo consumía a partes iguales, una llama secreta que ardía en su interior.
Lorenzo la observaba en el jardín, con el sol brillando en su cabello castaño, mientras ella leía un libro o jugaba con el perro de la familia, su figura esbelta y llena de vida.
La veía reír, y el sonido era música para sus oídos, un bálsamo para su alma atormentada. Cada vez que Mariel le dirigía una pregunta, una mirada curiosa, un simple gesto de cariño fraternal, el corazón de Lorenzo latía con una fuerza inusitada, un tambor impetuoso en su pecho.
Sabía que era incorrecto, que estaba mal, que era su hermanastra, la hija de la mujer que, en lo más profundo de su ser, seguía sin aceptar del todo como "madre". Pero no podía evitarlo. Mariel era luz, y él, la sombra que la anhelaba, que la deseaba con una intensidad que lo asustaba.
Era su contrapunto, su ancla.
Una tarde, mientras Mariel practicaba violín en el salón de música, sus melodías llenando la casa con una dulzura melancólica que le recordaba a la música del alma, Lorenzo se apoyó en el marco de la puerta, observándola en silencio, una mirada cargada de anhelo. Ella lo sintió, su intuición infantil lo percibió, y se detuvo, con una sonrisa espontánea.
—¿Te gusta, Lolo? —preguntó Mariel, usando el apodo cariñoso que solo ella, con esa confianza inocente, se atrevía a usar.
Lorenzo se sonrojó levemente, avergonzado de haber sido descubierto en su observación furtiva. Su voz salió un poco más ronca de lo habitual.
—Sí, Mariel. Siempre me ha gustado cómo tocas. Es... hermoso.
Mariel bajó la mirada, sus mejillas también se tiñeron de un ligero rubor, casi imperceptible, un gesto de timidez que lo derritió.
—Gracias.
El aire entre ellos se cargó de una tensión extraña, una electricidad apenas perceptible que no tenía nada que ver con los lazos familiares forzados, sino con una conexión más profunda y peligrosa.
Lorenzo se dio cuenta, con una punzada de esperanza y desesperación, de que Mariel, a pesar de su juventud, no era ajena a la intensidad de su mirada, a la profundidad de sus sentimientos no expresados. Había un entendimiento tácito, un hilo invisible que los unía.
#300 en Detective
#259 en Novela negra
#1272 en Otros
#217 en Acción
mafia, familia adinerada cellos cambio de vida, muerte odio violencia peligro accion
Editado: 10.07.2025