Anhelo eterno

27

El tiempo, ese escultor implacable y silencioso, había labrado surcos profundos en el rostro de Micaela.

Los años habían pasado como ríos caudalosos, llevando consigo la frescura de la juventud y depositando en su lugar una sabiduría dura, cincelada por la intriga, la sed de poder y el peso de secretos inconfesables.

Ahora, una mujer anciana, su figura, antes esbelta y seductora, se mostraba frágil y encorvada, casi consumida por una sombra interior.

Sus ojos, que una vez habían brillado con la fría determinación de una estratega maestra, ahora reflejaban una fatiga inmensa, un agotamiento que trascendía lo físico, el peso abrumador de una vida vivida en las sombras, tejiendo engaños.

La casona en Belgrano, ampliada con alas suntuosas y más imponente que nunca, no era solo una mansión; era el epicentro de un imperio forjado sobre los cimientos resbaladizos de la venganza.

Los negocios de Emiliano García, antes florecientes bajo su mando carismático, habían sido absorbidos y expandidos por Gabriel Ferraioli quien, hasta su propia muerte una década atrás, había movido los hilos desde su silla de ruedas, con Micaela como su extensión implacable en el mundo visible.

Ella se había convertido en la matriarca, la figura central, la dama de hierro de los Ferraioli-García, una leyenda viva de astucia y control. Pero el poder, lejos de llenarla, de saciarla, había dejado un sabor a ceniza en su boca, un regusto amargo que ninguna victoria podía disipar.

La venganza, una vez consumada, se había revelado como una copa vacía.

El cáncer, ese enemigo silencioso e invencible, había comenzado a consumir a Micaela desde adentro, lenta y dolorosamente, carcomiendo su cuerpo y su espíritu.

Sus días estaban contados, y la certeza ineludible de su final, lejos de infundirle el miedo que había infundido a tantos otros, le había traído una claridad perturbadora.

Las máscaras que había usado toda su vida, las mentiras que había respirado como el aire mismo, comenzaron a caerse, una por una, revelando la verdad cruda debajo.

La verdad, esa bestia que había mantenido encadenada en los calabozos de su alma durante tantos años, clamaba por ser liberada. No por redención, no por perdón —palabras que siempre le habían parecido ajenas—, sino por una extraña y tardía necesidad de justicia, o quizás, de liberar su propia carga, de dejar de arrastrar las cadenas invisibles de su pasado.

La victoria se había sentido vacía. La venganza no había traído la paz. Solo una soledad inmensa, un silencio ensordecedor.

Una mañana de otoño, con el aire fresco y penetrante de Buenos Aires colándose por los ventanales abiertos de su habitación en el piso superior, Micaela sintió un dolor agudo que le recorrió el cuerpo, más intenso, más desgarrador que todos los anteriores.

Supo, con una certeza escalofriante, que el final estaba cerca, que la guadaña del destino se cernía sobre ella. En ese instante, una necesidad imperiosa, un peso insoportable en el alma que había ignorado por décadas, la asaltó con una fuerza abrumadora.

Tenía que hablar.

Tenía que confesar.

Mandó llamar a los hijos. A todos. Los suyos de sangre y aquellos que, por los giros retorcidos del destino, había adoptado en el nombre de la venganza.

Lorenzo, Theodore, Camille, Agustín y Mariel. La sala de estar, donde tantas veces habían celebrado cumpleaños y eventos sociales con una fachada de normalidad, se cargó de una solemnidad inusual, de una expectación tensa.

Los cinco jóvenes entraron, sus rostros una compleja mezcla de preocupación genuina por la anciana enferma, curiosidad por la urgencia de la llamada, y una lejana, pero persistente, incomodidad que siempre los acompañaba en presencia de Micaela.

Lorenzo, ahora un hombre maduro de veintinueve años, con las sienes salpicadas de canas prematuras que delataban la carga de su vida, se acercó primero, con esa mezcla de respeto forzado y distancia que lo caracterizaba. Había asumido la dirección de gran parte de las empresas de lo que ahora era el vasto Grupo Ferraioli-García, con una eficiencia fría y una dedicación que enmascaraba su corazón atormentado, un alma cautiva de sus propios fantasmas.

A su lado, Theodore, el artista, con su melena ya larga y una mirada penetrante que parecía ver más allá de las apariencias, parecía más distante, menos atado a las cadenas doradas de esa familia, buscando su propia verdad en el arte y en la libertad.

Camille, con la elegancia innata y la belleza que le otorgaban los años, observaba a su madrastra con una mezcla de respeto superficial y un recelo profundo, una intuición femenina que le susurraba verdades ocultas.

Agustín, el hijo rubio de Emiliano y Micaela, ahora un joven imponente de quince años, se acercó a su madre con una preocupación genuina, su inocencia aún no manchada por la sombra de la verdad.

Y detrás de él, con una presencia que encendía una chispa en el alma de Lorenzo, estaba Mariel.

Mariel. El amor prohibido de Lorenzo. Había crecido en una mujer deslumbrante de veintidos años, su sonrisa seguía siendo un rayo de sol puro, capaz de disipar cualquier oscuridad, pero sus ojos guardaban una inteligencia y una profundidad que la hacían única, una luz en la penumbra de esa casa. Su espontaneidad, su alegría, era un bálsamo para Lorenzo.

La relación con él, un fuego lento y constante, un secreto ardiente, había permanecido oculta, un tesoro que ambos custodiaban con un celo desesperado.

Se encontraban a escondidas en los rincones más remotos del jardín, sus manos se buscaban, sus miradas se prometían lo que la realidad les negaba, lo que las ataduras familiares prohibían. Un amor silencioso, pero devastador en su intensidad, una conexión que trascendía la sangre y las mentiras.

Micaela los miró uno por uno, sus ojos recorriendo cada rostro, buscando la verdad en ellos, o quizás, el reflejo de su propia culpa, la condena que sabía que le esperaba. Su voz, cuando finalmente habló, era un susurro ronco, apenas audible, un murmullo que se aferraba a la vida.




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