La muerte de Micaela no trajo la paz esperada, sino el estruendo de una guerra que había estado gestándose en las sombras durante décadas.
El silencio en la habitación, roto solo por el susurro final de la matriarca, fue efímero.
La verdad brutal, como un ácido corrosivo, no solo disolvió las mentiras del pasado, sino que encendió una furia voraz en los corazones de los hermanos, una sed de justicia y, sobre todo, de poder.
La herencia de resentimiento y traición no había muerto con Micaela; solo se había transformado, mutando en una monstruosidad aún más peligrosa.
Los días que siguieron al funeral de Micaela fueron un torbellino de acusaciones, desconfianza y una tensión palpable que electrificaba el aire de la casona.
La lectura del testamento fue un mero formalismo. El imperio Ferraioli-García, vasto y tentador, se extendía ante ellos como un botín de guerra.
La fortuna de Gabriel Ferraioli y Emiliano García, amasada a través de décadas de intriga y sangre, era inmensa, un Leviatán financiero que ahora estaba sin cabeza.
Agustín, el hijo de Micaela y Emiliano, un joven que hasta entonces había vivido en la ingenuidad de una vida privilegiada, fue el primero en expresar su dolor y su rabia.
La revelación de que su madre era una asesina y su padre una víctima de una traición tan vil lo destrozó. Pero en lugar de buscar la paz, su pena se transmutó en un odio ciego.
—Esto... ¡esto es culpa de ellos! —gritó Agustín en una de las primeras reuniones familiares, señalando a Lorenzo, Theodore y Camille, sus ojos inyectados en sangre—. ¡Su padre trajo la desgracia a nuestra familia! ¡Su padre mató a Rodrigo! ¡Y ahora mi madre murió por sus crímenes!
Theodore, aún con el rostro marcado por la paliza de Lorenzo, se levantó de un salto, su propia ira desbordándose.
—¡Tu madre era una asesina, Agustín! ¡Envenenó a nuestro padre! ¡Ella fue la que trajo la desgracia! ¡Y tu abuelo, ese maldito Titiritero, es el culpable de todo!
La sala de la casona se convirtió en un campo de batalla verbal. Las viejas heridas, que Micaela había intentado, a su retorcida manera, sanar al final, se abrieron de nuevo, supurando veneno.
Los hermanos, divididos por la sangre y la lealtad, se lanzaron el uno contra el otro en una espiral de recriminaciones. No hubo duelo por Micaela; solo una feroz disputa por su legado.
Lorenzo, con su habitual control de sí mismo, observaba la escena. En su interior, sin embargo, la semilla de la venganza había germinado, alimentada por el shock y la traición.
La confesión de Micaela había reescrito su vida, transformando el amor por su padre en una necesidad ardiente de vindicación. La piedad se había evaporado.
—No peleemos entre nosotros —dijo Lorenzo, su voz grave, cortando la discusión. Todos se volvieron hacia él. Su presencia imponente, su mirada fría, los obligaba a escuchar—. La verdad es que esto es más grande que nosotros. La verdad es que Micaela fue una herramienta. De Gabriel Ferraioli. Y de los que lo respaldaban. Esto es una guerra. Una guerra por lo que es nuestro. Y si no estamos unidos... nos devorarán.
Pero la palabra "unión" era un eco vacío en ese momento. Los resentimientos eran demasiado profundos. Agustín, cegado por el dolor de haber descubierto que su padre fue asesinado por su madre, y que su abuelo era un criminal manipulador, solo veía a los hijos de Lluvia como los herederos de la desgracia. Su vínculo con Mariel, su hermana de sangre completa, se mantuvo, pero una grieta se abrió entre Agustín y Lorenzo.
—¡No voy a compartir nada con ustedes! —gritó Agustín, su voz cargada de una convicción trágica—. ¡Este imperio le pertenece a mi sangre! ¡A lo que mi padre construyó! ¡Y lo que mi madre defendió!
Y así, los chicos, consumidos por el odio y el dolor, empezaron una guerra para ver quién se quedaba con ambos imperios, el Ferraioli y el García.
No fue una guerra de palabras, sino de estrategias despiadadas, de movimientos financieros arriesgados, de alianzas secretas y traiciones solapadas.
Lorenzo, con su mente aguda y su frialdad, se enfrentó a Agustín, quien, aunque más joven, demostró tener la ambición y la imprudencia de su abuelo, Gabriel.
Theodore, a regañadientes, se unió a Lorenzo, no por odio, sino por lealtad a sus hermanos de sangre.
Camille se mantuvo al margen, observando con horror cómo la familia se destrozaba.
Lo que no sabían es que, mientras ellos se desgarraban internamente, una sombra aún más antigua y poderosa se cernía sobre sus cabezas.
Gabriel Ferraioli no había operado solo. Detrás de él, y ahora expuesto por la muerte de Micaela y el desorden que se desató, estaban los "socios" italianos.
Una red de organizaciones clandestinas que habían invertido en la venganza de Gabriel, esperando su parte del botín una vez que el imperio García cayera.
La muerte de Emiliano fue un acto de venganza, sí, pero también una demostración de poder para estos grupos.
Cuando el caos y la lucha por el control estallaron entre los herederos de Ferraioli y García, los italianos se inquietaron.
La falta de un liderazgo claro, la fractura de la familia, ponía en riesgo sus inversiones y sus planes a largo plazo.
Sentían la traición, no tanto por la muerte de Emiliano, que les era indiferente, sino por el desorden que ponía en peligro el imperio que ahora consideraban suyo.
Un mensajero discreto, un hombre de pocas palabras con ojos penetrantes, apareció una tarde en la casona de Belgrano. Se reunió con Lorenzo, Agustín y Theodore en la biblioteca, los últimos bastiones de una familia dividida.
—La familia de Italia no está contenta —dijo el hombre, su voz era monótona, pero su tono, amenazante—. Han invertido mucho. Tiempo. Dinero. Y ahora ven... debilidad. Desunión.
Agustín, impulsivo, se levantó.
—¿Y qué les importa a ustedes? ¡Esto es nuestro!
El hombre sonrió fríamente.
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Editado: 10.07.2025