22 de agosto, 2011.
El lunes cuando ingresé a la editorial fui llamada urgentemente a la oficina de Caleb. Me hallaba neutral, tan tranquila como lo estaría un homicida mientras es entrevistado por un oficial. En efecto, esa era una manera de expresar lo nerviosa e inquieta que me encontraba ante la insistencia de mi jefe para verme.
¿Será que se percató de que lo pillé acostándose con Electra?
Esperaba que no. No quería ser despedida, disfrutaba bastante mi trabajo, admitía lo estresante que podía llegar a ser, pero también, en ocasiones, era igual de somnífero y ameno que cualquier pasatiempo al que pudiese dedicarme.
Ginger Morgan, la extravagante rubia de personalidad afable y talentosa escritura, cruzó junto a mí dedicándome una sonrisa lastimera. Tragué el nudo que amenazaba con atenazar mi garganta y asentí a modo de saludo en su dirección. Ginger no me caía mal, de hecho, era una de las limitadas personas que realmente me agradaban dentro del trabajo.
Del mismo modo que todos los escritores que conocí durante mi transcurso en la empresa, Ginger Morgan poseía un talento que la hacía destacar frecuentemente. Además de que su apariencia esplendorosa y aura serena la mantenían al margen de los problemas y le otorgaban una imagen perfecta a sus libros. Sus escritos se vendían alrededor de todo el mundo y, según tenía entendido, circulaba como una de las autoras más importantes no solo para la editorial, sino que, de igual forma, para Caleb.
Ella era como su joya: valiosa, impecable y deslumbrante.
Suspiré pesadamente, preparándome para el posible reclamo de mi jefe. Acomodé un mechón de cabello tras mi oreja y toqué la puerta de su oficina.
—Adelante.
Accedí cerrando tras de mí e instantáneamente sentí la penetrante mirada de Caleb en mi rostro. Traía las manos entrelazadas sobre su escritorio y su pulcro traje le daba un aspecto altivo y amedrentador. El cabello caoba le caía a los lados del rostro, contradiciendo la elegancia que se empeñaba en aparentar; haciéndolo lucir joven y despreocupado. Su piel es tan increíblemente clara, contrastando con sus ojos de un color gris agudo.
Sus facciones podrían compararse fácilmente con las de algún dios, tan perfecto y poderoso como uno mismo. Sus labios son una mezcla entre normal y despampanante, mientras que el inferior es más grueso que el superior, acompañados por una exquisita barba de apenas unos días y una nariz recta que va acorde con su rostro.
Decido culminar mi escrutinio y aprovecho para tomar asiento frente a él.
Bien, si él es el lobo y yo la caperucita, quiero que me coma.
—Señor Anderson. ¿A qué debo su llamado? —cuestioné.
—Creo que usted sabe el porqué —expresó, sereno.
—No, no tengo idea —manifesté con nerviosismo—. Trabajé hasta tarde el viernes, lo siento, mi mente aún sigue algo perdida. Es como estar resacada.
—Muy graciosa, señorita Mitchell —soltó—. La última edición del libro de Craig antes de su lanzamiento —aclaró—, está a su cargo.
Pude sentir cómo disminuía el peso sobre mis hombros y no logré evitar arrellanarme más en mi lugar, con una sonrisa efusiva.
—Muchas gracias, entonces —pronuncié—. Es un proyecto importante. Me esforzaré.
Sí, me esforzaría aunque a usted no le interesase.
—Eso espero. También quería preguntarle algo.
Mierda.
Me incliné, repentinamente inquieta, y lo observé con fijeza.
—¿Qué? —inquirí.
—Quisiera obtener su opinión respecto a algunos detalles de maquetación.
Exhalé.
—Está bien, puedo revisarlo luego. Solo dígame de cuál escrito estamos hablando y me pondré a ello.
—Es… muy personal —hizo una mueca—. Se trata de algo bastante privado. No va a publicarse.
Arrugué mi frente y traté, inútilmente, de enarcar una de mis cejas, pero terminé alzando ambas.
—¿De qué libro estamos hablando?
—No está en nuestra lista de contratos, ya he dicho que no va a publicarse —reiteró—. Le hablaré sobre ello más tarde. En unos minutos tengo una reunión importante y quería saber si podía contar con usted para ayudarme en esto…
—¡Desde luego! —lo interrumpí—. Puede estimar seguro de que estaría encantada de ayudarle.
Me sonrió, a duras penas se curvearon mínimamente sus labios, pero para mí fue una sonrisa.
—Sabía que aceptaría. Es alguien inteligente, señorita Mitchell —declaró, sorprendiéndome.
—¿Ese es mi primer elogio? Porque lo esperé mucho tiempo y no parece real.
—Ahora está siendo tonta —acusó.
—Lo siento.
Sonrió sin gracia.
—Bien, entonces quedamos en eso. Le avisaré cuando salga de la reunión para que platiquemos. ¿Estará disponible —miró hacia el reloj que colgaba de la pared— en unas dos horas?