No se sabía si solo habían pasado minutos o tal vez horas desde ese momento, pero lo único que Guillermo tenía claro era que estaba sentado, atado de pies y manos a una silla. A su alrededor, los dos guardias de la entrada lo observaban fijamente, sus miradas duras y desconfiadas. La luz, al encenderse, lo cegó momentáneamente; las luces principales de la galería se habían encendido, alarmando a los somnolientos habitantes.
El centro comercial, con sus tiendas destartaladas y escaparates rotos, se llenó de una luz amarillenta. El polvo danzaba en el aire, iluminado por los rayos artificiales.
—¿Quién prendió las luces? ¿Ya es de día? —Preguntó un hombre mientras salía de su tienda acompañado de más personas, frotándose los ojos para aclarar su vista. Los residentes, con ropas gastadas y semblantes cansados, comenzaron a salir adormilados de sus refugios. Al ver la escena en el medio de la galería, sus rostros mostraron sorpresa y preocupación.
—¿Quién es ese de allá? Ese me parece que es el nieto de Thomas —dijo alguien entre la recién formada multitud curiosa que se acercaba, formando un círculo alrededor de la escena. Voces y susurros se escuchaban por las paredes del centro comercial; muchos reclamaban saber qué pasaba y por qué aquel niño estaba prisionero. Para Guillermo, todas eran meramente ruido blanco de fondo. Lo único que podía escuchar era su corazón latiendo con fuerza y el sonido de su respiración agitada.
El miedo y la incertidumbre lo invadían. Aunque intentaba mantenerse sereno, sus manos sudaban y su mente buscaba desesperadamente una salida. ¿Qué le harían?
Mientras estos pensamientos lo consumían por dentro, los murmullos de la multitud aumentaban, creando una atmósfera de tensión intensa.
—¿Qué estamos esperando? ¡Suéltenme, hijos de puta, déjenme irme en paz! —Guillermo alzó la mirada hacia uno de los guardias, gritándole en un ataque de histeria mientras forcejeaba con la silla para liberar sus manos.
—Estamos esperando a Alejandro, pibe. Más te vale tener una buena explicación de por qué quisiste abrir las puertas de la galería. —Raúl respondió con seriedad, observando a la creciente multitud que se formaba a su alrededor. De vez en cuando, miraba de reojo con desprecio a Guillermo detrás suyo.
Guillermo, atemorizado, tragó saliva con fuerza. Su mente entró en pánico, tratando desesperadamente de idear cómo huir del lugar a toda costa, aún seguía forcejeando con los nudos que le ataban las manos, lastimando e irritando sus muñecas.
—¡Eh, pendejo, ¿Qué concha estás haciendo?! ¡Más te vale quedarte quietito, me escuchaste! —Alberto vio de reojo los movimientos desesperados de Guillermo. Con rapidez, se giró hacia él y lo abofeteó con fuerza en la cara, silenciando a todos los presentes con un solo movimiento.
Guillermo reaccionó bruscamente, despertando de su trance debido al dolor. Podía sentir cómo su cara ardía y su mejilla se hinchaba en respuesta. Dejó de moverse en la silla y esperó cabizbajo su incierto destino.
La multitud quedó muda por el sonido del abofeteo, captando el eco de los pasos de alguien que se abría paso molesto entre ellos hasta llegar al centro del círculo: Alejandro, acompañado de su esposa, quien tomaba su brazo sumisamente.
—Bueno, bueno, bueno... mira quién tenemos aquí. Supuse que serías vos, metiéndote donde no te incumbe, pendejo. ¿Intentando escapar, ¿eh? —Alejandro se plantó frente a Guillermo, agarrándolo del pelo con su mano libre para levantarle la cabeza y mirarlo fijamente a los ojos.
—Alejandro, creo que deberías calmarte un poco, cariño. Mira cómo le dejaron la cara al niño... —intervino Carla, la esposa de Alejandro, horrorizada al ver la mejilla hinchada de Guillermo.
—¿Algún argumento en tu defensa, pibe? Decilo en voz alta para que todos te escuchen —Alejandro ignoró por completo a su mujer, burlándose de Guillermo esperando una respuesta.
—Que eres un gil de cuarta con delirios de grandeza, infeliz maltratador. —Replicó Guillermo con una sonrisa burlona, escupiendo en la cara de Alejandro.
—¡Argg! ¡Guacho de mierda, te voy a enseñar a respetar a tus mayores! —Alejandro furioso apretó el puño con fuerza y golpeó violentamente a Guillermo en la cara, rompiéndole la nariz al instante y manchando su mono de trabajo con sangre.
La multitud enloqueció, abucheando e insultando a Alejandro mientras estrechaban el círculo que los rodeaba recriminándolo.
—¿Cómo puedes hacerle eso a un chico, Alejandro? ¡Estás loco! ¿Perdiste la cabeza? ¡Hijo de puta, soltalo o te agarro yo mismo! —gritaban las voces airadas de la muchedumbre.
—¡¡¡Silencio!!! —Gritó exaltado Alejandro, sacando un reluciente revólver calibre .22 de su saco y apartando a su mujer de un empujón para liberar su brazo. —¿Quién se va a hacer el caliente conmigo ahora? —Apuntó rápidamente a la multitud con el revolver, haciendo que retrocedieran abruptamente por el miedo. El silencio volvió a reinar en el lugar.
—Raúl, Alberto. ¿Asegúrense de que nadie se meta en medio, me oyeron? —Vociferó Alejandro a sus subordinados, envuelto en cólera— ¡Ya me tiene harto este puto niño y sus quejas!
Ambos sujetos empujaron a la multitud con señas y amenazas, empuñando sus pistolas. Expandieron el círculo, prohibiendo que alguien se acercara a la brutal escena. El brillo frío de las armas y la mirada fiera en sus ojos intimidaban a cualquiera que pensara en intervenir.
Guillermo seguía cabizbajo sin responder. Su nariz aún sangraba a borbotones, recorriendo sus labios secos y mentón hasta caer en sus prendas. Podía saborear su propia sangre, con ese gusto metálico a hierro oxidado, mientras sentía cómo la desesperación y el miedo lo consumían.
—¿Que... vas a hacerme? —Solo esas palabras pudieron balbucear Guillermo, el dolor de su nariz quebrada y su mejilla hinchada no le permitían expresarse bien debido al dolor y el miedo.
—¡Alejandro por favor esto es una locura! Soltalo por amor de dios solo se quiere marchar el niño—Chilló Carla horrorizada aun en el suelo mirando estupefacta a su marido, sus piernas temblaban por el pánico de ser golpeada por hablar.