Aquella vez que el sol desapareció

Capitulo 3: La Avenida San Martin

Todo el mundo estaba atónito ante lo sucedido. ¿Realmente aquellos hombres extraños iban a llevarse a Guillermo? ¿Quiénes eran la URM? ¿Qué relación tenían Alejandro y Leonardo? La multitud que se había reunido tras el escándalo fue rápidamente dispersada, dejando la planta inferior en un silencio profundo, interrumpido solo por los soldados de la URM, que aguardaban mientras Luis y su familia se despedían de Guillermo.

El eco de los pasos resonaba en la planta inferior vacía, mientras el sonido metálico del cierre de la mochila de Guillermo parecía marcar el final de una etapa y el comienzo de un futuro incierto.

—Guille... hermano, ¿de verdad te vas a ir a pesar de todo? ¿Realmente vas a arriesgar tu vida así, como si nada? — Luis preguntó, su voz cargada de preocupación mientras mantenía la mirada fija en el suelo. Apretaba los puños, tratando de contener las lágrimas que amenazaban con brotar.

—Es mi decisión, Luis, y es definitiva. Sabes que no pertenezco aquí... nunca podré llamar hogar a este lugar—. Guillermo cerró la mochila con manos firmes, asegurándose de que sus objetos más preciados estuvieran bien guardados. Dio la espalda a Luis, aunque solo parcialmente, sintiendo un nudo en el estómago al pensar en lo que dejaba atrás—. Si no fuera por ti y tu familia, yo ya estaría muerto hace mucho tiempo.

Guillermo cerró la mochila con manos firmes, pero en su interior, una pequeña voz le susurraba que quizás, solo quizás, estaba dejando atrás lo único bueno que había tenido en mucho tiempo.

—Volveré, te lo aseguro. Una vez que descubra quién soy realmente y a dónde pertenezco—, exclamó Guillermo, esta vez mirando a su amigo directamente a los ojos—. Y te llevaré a ti y a todos a un lugar mejor que este. Tiene que existir...

Un pequeño silencio se instaló entre ambos, cargado de emociones contenidas, hasta que fue roto por un repentino y fuerte abrazo de Luis hacia Guillermo.

—Solo no te mueras, ¿sí? Sería una verdadera paja tener que enterrarte—, Dijo Luis con una sonrisa triste, mientras las lágrimas se deslizaban por su rostro.

—Creo que hemos tenido suficiente, necesitamos irnos de acá antes de que amanezca— Exclamo un soldado de la URM.

Ambos se despidieron de una vez, mientras Guillermo esperaba a que abrieran las puertas miro una vez más a su antiguo hogar, a aquellas paredes que trepaban como enormes muros de roca aislándolo de aquel frio y desconocido mundo, atravesadas por aquel camino serpenteante que recorría piso tras piso hasta llegar a aquella majestuosa cúpula de cristal ahora cubierta con cartones y mantas viejas. A su amigo Luis despidiéndose junto a sus padres quienes solo podían devolver su mirada con preocupación mientras se despedían, y sobre todo, una última vez a la vieja fuente del centro adornada por velas y el epitafio de su abuelo.

El exterior estaba oscuro, frío y húmedo. Enormes nubes negras cubrían el cielo estrellado que Guillermo había visto desde la azotea; incluso la luna, grande y brillante, había desaparecido también. Todo estaba envuelto en diferentes tonos de oscuridad, y los colosos edificios de cemento y hormigón descuidados se erguían como sombras imponentes en cada dirección que mirase.

—Ok, todos prendan sus linternas. Nuestra siguiente parada será la Biblioteca San Martín —Ordenó Leonardo con voz firme.

—¡Sí, coronel! —Respondieron al unísono.

Guillermo encendió su linterna y apuntó hacia las fachadas de los edificios. La humedad y el polvo los habían corroído, permitiendo que la vegetación extrañamente creciera sobre los ladrillos y concreto. Dirigió la luz hacia la calle, recorriéndola lentamente hasta que su haz iluminó enormes árboles caídos y autos destartalados, oxidados por el paso del tiempo.

—Será mejor que dejes de hacer eso, pibe —Le reprendió Ricardo en un tono bajo pero severo.

—¿Por qué? —Preguntó Guillermo, sin entender.

—No sabes a qué o a quién podrías estar alumbrando con tu linterna —respondió Leonardo, señalando la vidriera de una tienda de electrodomésticos al otro lado de la calle. Los cristales rotos estaban manchados de sangre seca y un líquido negro, y el suelo estaba cubierto de casquillos de balas.

—Entendido, señor... —Guillermo apartó la vista rápidamente, bajando la linterna con un nudo en la garganta.

—No perdamos tiempo, caminemos de una vez antes de que amanezca—

Todos avanzaron por la calle con precaución apuntando con sus linternas y armas a aquellos puntos donde su vista no podría alcanzar a ver, aquellos rincones donde algo o alguien podría sorprenderlos y atacarlos. Mientras avanzaban entre los árboles y autos se podía apreciar el sonido del viento soplar.

—¿Entonces, nunca has salido? —preguntó Emilio, uno de los soldados que ayudó a curar las heridas de Guillermo. Era un chico no mucho mayor que él, con el cabello rizado de un negro azabache y una complexión alta y delgada.

—Eh... no, esta es mi primera vez en las calles —respondió Guillermo, con un tono que intentaba disimular su incomodidad mientras miraba alrededor, como si quisiera grabar cada detalle en su memoria.

—Ja, ya te vas a acostumbrar, tranquilo. O más vale que lo hagas si no quieres terminar como ellos —dijo Emilio, señalando el suelo frente a él. Allí yacían restos de huesos que, por su forma y tamaño, parecían ser humanos de hace años.

—Eh... —Guillermo no pudo articular otra palabra. Su mente se quedó en blanco y solo reaccionó con un gesto de asco e inquietud. Tuvo que obligarse a pasar por encima de los restos, escuchando el sonido sordo y repulsivo de los huesos crujiendo bajo sus pies.

—Emiliano, deja de joder al pibe con tus bromas chotas y seguí caminando, lo último que queremos es asustarlo y solo sea un estorbo —una voz resonó a sus espaldas. Era Ricardo, el hombre barbudo y rapado que había levantado a Guillermo del suelo antes para atender sus heridas, aparentaba tener unos 40 años y sus ojos parecían siempre cansados.




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