Aquella vez que el sol desapareció

Capítulo 6: La Estación Mendoza

Cruzó la calle hacia la vereda, caminando en dirección a General Paz y 25 de Mayo. Su linterna iluminaba las fachadas de los edificios a su alrededor, cubiertos por una capa de polvo y tierra acumulada. A sus pies, hojas secas y basura danzaban en el aire, impulsadas por la brisa nocturna.

Al llegar a la esquina, se detuvo. Miró en ambas direcciones, atento, cuidando no hacer el más mínimo ruido. Permaneció inmóvil, afinando su oído para captar cualquier sonido en el ambiente, alguna señal de vida o peligro. Pero no escuchó nada, solo el silencio pesado de una ciudad muerta y el suave susurro del viento que movía las hojas caídas del otoño.

—Solo mantente relajado... respira hondo...—Murmuró para sí mismo mientras apoyaba una mano en su pecho, sintiendo su corazón ansioso latir pausado pero con fuerza. Tal vez se había recuperado medianamente de sus heridas, pero su mente aún no olvidaba el daño psicológico que le causó la criatura.—No debo apurarme al caminar o podría lastimarme más—Pronunció en voz baja, como si alguien lo fuera a escuchar, aunque estuviera completamente solo.

La calle era más angosta comparada con la anterior, así que siguió su camino aún por la vereda, iluminando repetidas veces al frente para poder visualizar su trayecto. Aprendió que es mejor controlar el uso de la linterna, ya que de lo contrario podría atraer a personas o, peor aún, a algo más peligroso. Conforme cada paso que daba hacia el frente, sentía más cómo la oscuridad lo engullía a su alrededor. Poco a poco, las costras de sus heridas empezaban a picar cada vez más en su espalda sudada.

—¿Qué... qué me está pasando?—Se cuestionó un momento. Su vista se desvanecía por instantes y sus piernas temblaban. Todo su cuerpo le gritaba que un peligro inminente se acercaba, erizando cada vello de su piel. Su espalda comenzaba a dolerle y una mezcla de incomodidad y terror recorría su ser. Estaba experimentando un ataque de ansiedad.

Alarmado, creyó escuchar un ruido detrás de él, girando su cuerpo al instante y alumbrando directamente al frente.—¿Quién anda ahí?—Preguntó, alarmado.

Nadie, solo una mala jugada de su mente. Pero al volver a mirar en dirección a su objetivo, escuchó nuevamente aquel sonido, similar a pasos.

Sin dudarlo un momento más, comenzó a correr sin mirar atrás. Sus piernas ardían, pero sacó fuerzas de su interior para moverse y correr como nunca lo había hecho en su vida. Iluminaba al frente y a los lados, mientras la linterna se agitaba con el movimiento de su brazo al correr, proyectando enormes sombras que parecían animarse y seguirlo, sin importar cuánto intentara escapar.

Sus piernas le ardían y su espalda picaba con más intensidad, pero no paró hasta llegar a la siguiente cuadra. Se detuvo en seco para tomar intensas bocanadas de aire y, una vez recompuesto, alzó la mirada, hallándose frente a una pequeña pero hermosa plaza cubierta de pasto y árboles aún con hojas sanas y brillantes por la luz lunar.

—Pero, ¿qué...?—Murmuró perplejo, mientras se limpiaba el sudor de la frente y se refregaba los ojos, incrédulo ante lo que veía. Pasto. Por primera vez en su vida, la emoción que sentía en su interior era indescriptible, una mezcla extraña de felicidad, curiosidad y duda. Sin embargo, aquel sentimiento de inquietud, que no lo había abandonado ni un solo momento, se sumaba ahora a nuevas preguntas: "¿Cómo podía crecer algo así en invierno?" y más aún, "¿En un mundo ya muerto, donde la luz del sol se fue hace tiempo?".

Su corazón latía con fuerza, pero, hipnotizado por la curiosidad, cruzó la calle hasta llegar a la acera de la plaza para apreciarla de cerca. El lugar parecía atrapado en el tiempo, como si nada hubiera sucedido jamás. Excepto por aquellas carpas blancas, ya cubiertas de polvo y tierra, colocadas a los lados del camino donde alguna vez se vendieron comidas, collares y demás piezas decorativas ahora abandonadas.

—Este lugar es hermoso...—Expresó, anonadado, mientras observaba a su alrededor con detenimiento, caminando por el sendero de baldosas. Árboles enormes se alzaban imponentes, y delicadas flores blancas adornaban el lugar, llenándolo de vida. Guillermo no podía evitar preguntarse si aquello era obra de la naturaleza reclamando su espacio en el mundo o si alguien, en medio de la locura reinante, las había plantado con la esperanza de que algún día pudieran florecer y verlas una vez más.

La curiosidad comenzó a invadirlo, como una ola que lo empujaba suavemente fuera del camino. Aunque sabía que debía seguir adelante, algo en el ambiente lo llamaba, lo envolvía con una calidez que hacía difícil ignorarlo. Desvió su mirada hacia un imponente árbol cercano, sus ramas extendiéndose como brazos que lo llamaban a acercarse.

Vacilante, dio un paso hacia él, luego otro, hasta abandonar el camino marcado que debía seguir. No podía explicarlo, pero necesitaba sentirlo, comprobar que aquello era real. Al llegar, extendió una mano temblorosa hacia el tronco áspero y firme. Sus dedos lo tocaron con delicadeza, como si temiera que el árbol se desvaneciera en el aire.

—Es...real—Susurró al aire mientras acariciaba con las yemas de sus dedos la corteza áspera y quebradiza con una leve sonrisa de agotamiento.

A pesar de la urgencia de su misión, Guillermo no pudo resistir la tentación de recostarse bajo la copa del árbol. El pasto era más suave de lo que había imaginado nunca, fresco y húmedo contra su piel. Por un instante, cerró los ojos. La ansiedad y el pánico que antes lo perseguían parecían disiparse con cada respiración profunda que tomaba, como si el aire del lugar tuviera un extraño efecto curativo, uno que cura el alma. Calmando su agitado corazón y el picor en su espalda.

—Aún me queda tiempo; puedo quedarme... un rato aquí, realmente lo necesito...—Afirmó mirando su reloj cerrando los ojos nuevamente. Pasaron los minutos y sus sentidos se agudizaron, atento a cualquier sonido a su alrededor que pueda interrumpir su pequeño momento de paz. Nada sucedió, pero algo comenzó a despertar en su mente: un recuerdo. Era él, siendo un niño, junto a su madre. Podía verla sonriendo, acariciándole su mejilla mientras esperaban que el abuelo regresara con la merienda.




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