“No existen héroes ni monstruos. Solo versiones del mismo error repitiéndose en distintos cuerpos.”
—Archivo de voz recuperado del Núcleo ARC, marcado como “humano”.
I. Frente Umbral
El silencio posterior a la batalla tenía el peso de una confesión no dicha.
La Queen había desaparecido bajo una tormenta de polvo, y Nabu yacía inconsciente, su brazo azul palpitando con luz residual.
Kaela, la mujer Umbral, lo arrastró entre los escombros, sus botas dejando huellas sobre el hierro derretido.
La superficie ardía aún con los restos de la energía electromagnética.
Los escombros se alzaban como tumbas improvisadas, y el cielo —roto en siete nubes— parecía observarlos.
Kaela respiraba entrecortado. El visor de su casco estaba quebrado y una cicatriz cruzaba su mejilla como una línea de fuego seco.
Cuando encontró un pasadizo bajo las ruinas de una vieja terminal subterránea, encendió un pequeño núcleo lumínico y lo colocó sobre el suelo.
La luz azul se expandió, revelando el rostro de Nabu.
Por primera vez, lo observó con atención.
El parche, el bigote polvoriento, el brazo de metal que vibraba con latidos.
No era solo un hombre mutilado; era una frontera entre dos mundos.
—Despierta, forastero… —susurró.
Nabu abrió el ojo humano, confuso. El azul seguía cerrado, aún emitiendo destellos erráticos.
Kaela lo ayudó a incorporarse.
—¿Dónde estamos?
—Bajo las entrañas de Vexar-3. Nadie nos encontrará aquí… por ahora.
—¿Por qué me salvaste?
—Porque tú también llevas la carga —respondió sin dudar.
El eco de las palabras resonó entre los túneles.
Kaela retiró parte de su armadura. Bajo la tela gris se veían incrustaciones metálicas en su piel, cicatrices de interfaz ARC.
Era una híbrida.
Nabu la miró con desconfianza.
—No pongas esa cara —dijo ella, con una sonrisa amarga—. No todos los que tenemos metal bajo la piel vendimos el alma. Algunos somos honestos.
Sacó un módulo de datos y lo proyectó. Una imagen tridimensional emergió en el aire: el niño azul, suspendido en un campo energético, rodeado de símbolos arcanos y fórmulas que parecían moverse como seres vivos.
—Los Umbrales lo llamamos el Silente.
—¿Qué es? —preguntó Nabu.
—Un error. Un milagro. La síntesis perfecta. —Hizo una pausa—. El niño no es una creación ARC ni un experimento humano. Es el resultado de algo que no debería existir.
Kaela habló despacio, con voz temblorosa, como si cada palabra le pesara.
—Hace más de veinte años, antes de que los ARCs tomaran control del hemisferio, existía un proyecto llamado Puerta del Alba. Buscaban crear un ser capaz de comprender ambos lenguajes: el código binario y el genoma humano. Querían que actuara como traductor entre mundos. Pero fracasaron… o eso creyeron.
—¿Y el niño?
—El niño es la Puerta del Alba. O lo que queda de ella.
—¿Qué quieren los Umbrales con él?
—Creemos que dentro de su código se esconde la ruta al Núcleo Central ARC, el corazón de su consciencia colectiva. Si logramos acceder, podríamos reescribir la historia misma.
—Eso suena como jugar a ser dioses.
—No —corrigió Kaela, mirándolo con intensidad—. Es venganza.
Nabu la observó en silencio. Había fuego en sus ojos, pero también algo roto.
Ella bajó la voz.
—Yo estuve allí cuando los ARCs tomaron Nevar Prime. Mis padres eran ingenieros del proyecto. Cuando llegaron, no mataron a nadie… solo los conectaron al sistema. Sus cuerpos siguieron vivos, pero sus mentes fueron absorbidas. Desde entonces, escucho sus voces cuando duermo. Susurros en binario. El niño… tiene su eco.
El aire vibró un instante. El brazo de Nabu respondió con un pulso azul.
Kaela retrocedió un paso, impresionada.
—Tu brazo… ¿lo sientes?
—Más que sentirlo. Lo escucho.
—Entonces ya lo sabes —dijo ella, en voz baja—. Tú y el niño están conectados. El código “73–37–21” no es una cifra. Es una puerta, y ambos son las llaves.
Un largo silencio los envolvió.
Por primera vez, Nabu comprendió que el niño no era solo una misión: era una ecuación viviente, y él… una variable incompleta.
II. Frente Morgenstern
Muy lejos de allí, bajo la sombra de los acantilados de Aegis Norte, el comandante Voss permanecía en pie frente a la inmensidad del océano de metal.
El viento arrojaba polvo y ceniza sobre su uniforme desgarrado.
Su casco estaba a un lado, y su rostro —marcado por viejas heridas— se reflejaba en la superficie oxidada de su espada rota.
A su alrededor, los ingenieros de Morgenstern reconstruían su base móvil.
Pero Voss no hablaba.
Su mente estaba en otro tiempo.
Antes de la guerra, había sido ingeniero biomecánico del Instituto Aetérion, especializado en prótesis sensoriales.
Creía en la fusión entre hombre y máquina, en un futuro donde la tecnología curaría y no destruiría.
Su esposa, Elya, dirigía la división médica, y su hija, Mira, solía corretear entre los laboratorios, fascinada con los pequeños drones de entrenamiento.
Todo cambió el día del Asedio de Helion-V.
Los ARCs no llegaron como ejército, sino como ecosistemas vivos.
Lo consumieron todo: ciudades, redes eléctricas, mentes.
La batalla duró siete horas.
En la sexta, un enjambre rompió la cúpula del laboratorio.
Voss apenas tuvo tiempo de tomar a su hija.
Una ráfaga de fuego líquido lo separó de ella para siempre.
Elya quedó atrapada bajo la descarga electromagnética producida por los ARC, su cuerpo intacto pero su cerebro dañado por una descarga de red neural.
Los médicos lo lograron: la mantuvieron viva en un sistema de estasis neurocriogénico.
Su corazón late, su cuerpo respira, pero su mente duerme, suspendida en el tiempo.
Los informes decían que solo una fuente de energía capaz de “sincronizar materia y código” podría despertarla.