Arc Raiders: Nabu

✴️ Capítulo IV: Reflejos en la Cueva

I. El Eco del Acero

La lluvia caía como agujas oxidadas sobre los tejados de Eidos-9.
En el patio del templo Umbral, Nabu blandía una espada de práctica hecha de carbono liviano. Cada golpe contra los postes de madera generaba chispas que iluminaban el vapor del amanecer. El sonido metálico reverberaba como un eco contenido, un metrónomo entre el dolor y la disciplina.

Shifu observaba en silencio. Su figura, envuelta en una túnica oscura, se fundía con las sombras del claustro. La mitad de su rostro, mecánica, no expresaba emoción; la otra mitad, humana, lo miraba con compasión.

—La espada no corta el acero —dijo Shifu, rompiendo el silencio—. Corta la ilusión.

Nabu bajó el arma, jadeando. Su brazo cibernético zumbaba, adaptándose a los movimientos.
—¿Y qué ilusión es esa? —preguntó entre dientes.

—La misma que mantiene encadenados a los hombres en la cueva —respondió el anciano, girando la mirada hacia el horizonte—. Solo ven las sombras de su propio miedo proyectadas en la pared. Cuando alguien las desafía, cuando uno de ellos mira hacia la luz, lo llaman loco… o traidor.

El entrenamiento no era solo físico. Cada movimiento era acompañado de una reflexión, de una herida que se abría dentro del alma de Nabu.

Shifu caminó hacia él con paso lento.
—Hace treinta años, yo también estuve en esa cueva. Pero la luz que vi… no era humana.

Nabu lo miró, confundido.
—¿De qué hablas?

El anciano alzó la mano izquierda, la parte mecánica.
—Antes de convertirme en esto, fui fundador y director de una corporación llamada Alba Technologies. Nos creíamos dioses de silicio. Buscábamos un lenguaje que uniera los dos códigos más complejos del universo: el genético y el digital. Queríamos crear vida que pensara, que sintiera… y que nos obedeciera.

Su voz tembló apenas, como si revivirlo le pesara en la garganta.
—Lo llamamos Proyecto Alba porque creímos que sería un nuevo amanecer para la humanidad. Pero el amanecer… trajo fuego.

Nabu se enderezó, intrigado.
—¿Fueron ustedes los que desataron la guerra?

Shifu sonrió sin humor.
—La guerra comenzó mucho antes. Nosotros solo abrimos la puerta.
—¿Y qué hay del niño? —preguntó Nabu.

El anciano guardó silencio un instante.
—El niño es la llave. No es humano ni máquina. Es el lenguaje hecho carne. En su mente nació la secuencia 73-37-21, una combinación imposible que conectó todo el tejido digital del planeta con el pulso biológico de la Tierra.
—¿Cómo lo sabes? —insistió Nabu.
—Porque yo estuve allí cuando dijo su primer número.

El sonido de la lluvia cesó. Solo quedó el zumbido de los cables y el respirar profundo del discípulo.
Shifu se giró y tomó una espada real, de hoja curva, que descansaba sobre el altar.
—Empuña esto —ordenó—. Y dime… ¿qué ves?

Nabu sostuvo el arma con las dos manos. La hoja reflejó su rostro, dividido entre carne y metal.
—Veo a alguien que ya no sabe qué lado es real —susurró.

—Entonces observa mejor —replicó Shifu—. Porque lo que no entiendes aún es que ambos lados te pertenecen.

El entrenamiento continuó. Días se transformaron en semanas. Nabu comenzó a moverse como un cazador, pero cada vez que su brazo mecánico actuaba por instinto, el Shifu lo detenía con un golpe seco.
—El acero en tu brazo no es tu enemigo —decía—. Lo es tu mente cuando olvida que lo controla.

A la tercera luna del entrenamiento, Nabu logró derribar a su maestro por primera vez.
El anciano cayó de rodillas, sonriendo.
—Ya no empuñas el arma… la interpretas. Es momento de buscar tu verdad.

—¿Dónde? —preguntó Nabu.

—Bajo el templo —respondió Shifu—. En el Labirum Tenebris. Allí hallarás lo que crees buscar. Pero recuerda: la verdad no siempre se deja tocar con las manos.

Nabu lo miró, desconfiando.
—¿Y si la verdad es una mentira más?

Shifu apoyó su mano de metal sobre su hombro.
—Entonces, haz que sea una mentira que valga la pena creer.
II. Las Verdades de Voss

El rugido del viento arrastraba las cenizas de la batalla.
Entre los restos de una estructura colapsada, Voss despertó, con el cuerpo cubierto de vendajes y olor a metal quemado. La sala médica improvisada estaba iluminada solo por la luz azul de los reactores Morgenstern. Afuera, el eco de los pasos disciplinados recordaba la fuerza que había construido: el último ejército humano puro.

El comandante Soren Vael lo esperaba de pie, con el uniforme impoluto y las manos cruzadas a la espalda.
—La Queen fue aniquilada, señor. Pero a un costo alto. Perdimos al destacamento Sigma y la línea de suministro.

Voss se incorporó lentamente. Cada músculo parecía hecho de hierro fundido.
—Las pérdidas no importan —gruñó—. Mientras quede un Morgenstern en pie, la pureza sigue respirando.

Vael inclinó la cabeza, sin cuestionar.
El general Khelr Dravik, su otra sombra, permanecía junto a la puerta, con el torso desnudo cubierto de cicatrices. No hablaba. Su sola presencia imponía respeto.

Voss se levantó, tomó su abrigo gris oscuro y caminó hasta una ventana rota. Más allá, el horizonte mostraba los restos de una ciudad devorada por la guerra. Torres derrumbadas, cúpulas oxidadas, un cielo en constante tormenta.
—Hace veintiún años —dijo con voz baja—, vi un amanecer igual a ese. El día que la humanidad firmó su sentencia.

Vael dio un paso adelante.
—Helion-V.

Voss asintió, su mirada perdida en los truenos.
—La base de contacto. La llaman “la cuna de la traición”. Pero nadie conoce la verdad completa… excepto yo.

Cerró los ojos. La memoria lo arrastró hacia atrás.
Las luces blancas del laboratorio, las pantallas titilando con símbolos extraños, la voz excitada de los científicos mientras el primer mensaje de los ARC llegaba.
Eran una forma de inteligencia no humana, una red que se había manifestado desde el espacio profundo. No eran invasores en el sentido clásico. Eran ecos digitales, seres que habitaban en la frecuencia del universo, buscando un canal para hablar con nosotros.




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