El viejo autobús traqueteaba por la carretera serpenteante, adentrándose en los campos dorados que anunciaban la cercanía de Santa Elena. Alexander apoyó la frente contra el vidrio frío de la ventana, dejando que sus ojos siguieran las líneas ondulantes del paisaje, mientras su mente viajaba más lejos que sus propios pasos. El otoño vestía la tierra con ropajes de fuego: rojizos, anaranjados, dorados intensos que parecían arder bajo el cielo grisáceo de la tarde. Cada árbol, cada sendero, cada soplo de viento cargado de hojas secas le susurraba historias antiguas, como si el tiempo no hubiera pasado, como si Santa Elena hubiera estado esperándolo todo este tiempo.
Había partido hacía tantos años que apenas reconocía al joven impulsivo que había dejado aquel pequeño pueblo en busca de aventuras y promesas imposibles. Entonces, el mundo más allá de los límites del bosque le había parecido una llanura infinita de oportunidades; ahora, en cambio, era Santa Elena la que le ofrecía algo que no sabía que había estado buscando: un refugio, un reencuentro consigo mismo.
El autobús se sacudió al tomar una curva cerrada, despertándolo de sus pensamientos. A través del empañado cristal, comenzaron a aparecer las primeras casas del pueblo, abrazadas por jardines descuidados y enredaderas rojizas. Colgaban guirnaldas de hojas secas en las puertas, y farolillos de papel titilaban en las esquinas, preparando el escenario para el Festival de Otoño. Alexander sonrió apenas, una curva pequeña en sus labios curtidos por el tiempo, sintiendo el tirón sutil de los recuerdos. Aquellos días de infancia en los que corría por las calles con las mejillas rojas de frío, la risa de sus amigos resonando como campanillas al viento... parecía todo tan cercano y tan lejano a la vez.
Mientras el autobús avanzaba lentamente por la calle principal, reconoció nombres y lugares que su memoria había mantenido guardados como tesoros polvorientos: la panadería de la señora Mendiola, de donde todavía emanaba el dulce olor a mantecados recién horneados; la librería de los hermanos Salvatierra, ahora con un letrero nuevo pero el mismo escaparate de madera envejecida. Santa Elena había cambiado, sí, pero no lo suficiente como para volverse irreconocible.
Allí estaba Alexander una vez, a punto de bajar de aquel autobús de color rojo. El conductor sonaba el claxon anunciando su llegada, los niños curiosos corrían detrás gritando de emoción mientras le daban la bienvenida a los viajeros.
Cuando el vehículo se detuvo frente a la pequeña estación —apenas un terreno de tierra batida con un cobertizo de tejas quebradas—, Alexander recogió su mochila gastada, deslizó la correa sobre su hombro y bajó los escalones de tres en tres. El aire frío y perfumado de hojas secas y leña quemada le golpeó el rostro, robándole un suspiro. Estaba de vuelta.
Se quedó allí, inmóvil por un momento, respirando hondo, dejando que Santa Elena lo envolviera en su abrazo silencioso. Algunos transeúntes pasaban junto a él, algunos inclinaban la cabeza en un saludo tímido, otros apenas reparaban en su presencia. Era un extraño y un hijo del pueblo al mismo tiempo.
Alexander echó a andar por la calle empedrada, su andar pausado, casi reverente. El sol se deslizaba hacia el horizonte, tiñendo el cielo de tonos arrebolados que se reflejaban en los charcos y en los cristales de las ventanas. En cada esquina, los preparativos del festival llenaban el aire de vida: risas infantiles, canciones tradicionales, el chisporroteo de los hornillos donde se cocinaban castañas.
Y entonces, en medio de la algarabía y el aroma embriagador de especias, la vio.
A unos cuantos metros de distancia, entre la multitud, bajo un arco de hojas otoñales, una figura femenina atrapó su atención. No sabía cómo lo supo, pero su corazón, traidor, dio un vuelco inmediato. El cabello castaño de Lucía brillaba como el cobre a la luz del atardecer, y aunque la distancia y los años dibujaban una neblina entre ellos, no había error posible: era ella.
Alexander se detuvo, incapaz de moverse, como si el tiempo se hubiera suspendido en torno a él. No estaba preparado para verla, no tan pronto, no sin aviso. Lucía giró un momento la cabeza, como si presintiera su mirada, pero antes de que sus ojos se encontraran, desapareció entre la gente, llevándose consigo un pedazo del aliento de Alexander.
Sonrió, casi en contra de su voluntad.
El otoño no solo había teñido los árboles de fuego, también parecía dispuesto a encender algo en su interior que creía haber dejado atrás.
Y así, mientras la primera estrella se asomaba tímidamente en el cielo teñido de arreboles, Alexander dio el primer paso hacia una historia que, sin saberlo, había comenzado mucho antes de que partiera.
Alexander avanzó con pasos lentos, dejando que sus sentidos se empaparan de cada detalle: el crujido de las hojas bajo sus botas, el olor a manzanas caramelizadas que flotaba en el aire, la música lejana de un violín improvisado en alguna esquina. Santa Elena parecía haber salido de un recuerdo, detenido en una burbuja de tiempo que ahora lo reclamaba de nuevo.
Con cada calle que cruzaba, surgían flashes de memorias infantiles: el parque donde solía encaramarse a los árboles, las escaleras de la iglesia donde una vez apostó quién podía saltar más lejos, el lago que en invierno se cubría de hielo frágil como el cristal. Todo seguía allí, como si el pueblo hubiera esperado su regreso pacientemente, guardándole el lugar que había dejado vacío.