Arreboles de otoño

21 de Septiembre: Equinoccio de Otoño y el inicio del festival.

El amanecer del 21 de septiembre llegó envuelto en un resplandor dorado, como si el sol hubiese decidido pintar el mundo con una paleta de ocres y miel. Desde temprano, Santa Elena vibraba con una energía especial. Las campanas de la iglesia repicaron con alegría, marcando el inicio del equinoccio de otoño, el momento sagrado en que la luz y la oscuridad se equilibraban… y con él, comenzaba oficialmente el festival.

Alexander despertó con la sensación de haber dormido profundamente por primera vez en meses. Se desperezó mirando por la ventana: la plaza estaba ya llena de vida. Los puestos de madera estaban siendo adornados con manteles bordados, ristras de maíz seco y manzanas brillantes. El aroma a canela, clavo y pan recién horneado llegaba hasta su habitación. Aquello no era solo una fiesta: era un ritual. Y el pueblo entero lo vivía como tal.

Bajó las escaleras con una bufanda ligera al cuello. La señora Ramírez le ofreció una taza de chocolate caliente y una rebanada de pan de castañas antes de que saliera. Al cruzar la puerta del hostal, Alexander se encontró de golpe con el presente y el pasado fusionándose. Los niños corrían con coronas de hojas sobre la cabeza, los ancianos tejían historias mientras preparaban sidra, y los músicos afinaban sus instrumentos a la sombra de los árboles.

Mientras caminaba por las calles empedradas, saludando a rostros conocidos y otros apenas recordados, la expectativa de un reencuentro comenzaba a tomar forma. No sabía cuándo, pero presentía que hoy volvería a verla. Lucía. La niña que lo acompañó en la infancia, la joven a quien había prometido escribir… y a quien jamás volvió a ver desde su partida.

El reloj marcó las diez cuando Alexander se detuvo frente a la fuente del centro. Allí, los organizadores daban las palabras de bienvenida. Una voz femenina se elevó sobre el murmullo general, clara como el agua de montaña:

—Queridos vecinos y visitantes, bienvenidos a una nueva edición del Festival del Equinoccio de Otoño…

Alexander reconoció esa voz antes de verla. Giró lentamente. Y allí estaba ella. Lucía. De pie sobre el templete de madera, vestida con un abrigo color vino, el cabello recogido en una trenza suelta, y una expresión serena que escondía el temblor de quien sabe que alguien importante ha vuelto.

Sus miradas se cruzaron.

No hubo palabras. Solo un instante suspendido. Un suspiro que parecía compartido por los árboles, por el aire, por la tierra entera. El festival había comenzado. Y con él, también, una historia que pedía ser contada de nuevo.

La música comenzó a llenar la plaza con una alegría contagiosa. Violines, guitarras y tambores se entrelazaban en una melodía antigua, de esas que nacen del alma de un pueblo y se transmiten entre generaciones. Los pies de los asistentes comenzaron a moverse al ritmo del compás, y en cuestión de minutos la plaza se convirtió en un torbellino de risas, bailes y abrazos.

Lucía bajó del templete junto a los otros organizadores, pero cuando Alexander intentó acercarse, ella ya se había desvanecido entre la multitud como una hoja arrastrada por el viento. Caminó entre los puestos buscando aquel rostro que acababa de reencontrar, preguntándose si había sido solo una ilusión, una travesura de su mente nostálgica. Pero no… la había visto, había sentido el latido acelerado, la punzada de reconocimiento que no deja lugar a dudas.

La buscó en la plaza, entre los artesanos, entre las mesas de dulces, en las carpas donde los niños hacían coronas de ramas secas. Preguntó con la mirada, con el cuerpo inquieto, sin encontrar rastro de ella.

Y entonces, un recuerdo se encendió como una linterna en su memoria.

El muelle.

El pequeño embarcadero de madera al final del sendero de álamos, donde solían pasar horas lanzando piedritas al agua, inventando historias de piratas, soñando con viajes imposibles. Era un lugar íntimo, silencioso… un refugio. Si Lucía aún conservaba algo de aquella niña que fue, era allí donde estaría.

Sin pensarlo dos veces, Alexander se alejó del bullicio de la plaza y tomó el camino que llevaba al lago. El aire se sentía más fresco bajo los árboles, y la alfombra de hojas crujía suavemente a su paso. El sol dominaba el cielo, tiñendo el paisaje de ámbar y cobre.

Cuando por fin llegó al claro, la vio.
Lucía estaba sentada en el borde del muelle, con los pies colgando sobre el agua, la espalda recta y las manos apoyadas a los lados. El viento le soltaba mechones del peinado y los esparcía como cintas al aire. Parecía una imagen sacada de un recuerdo, o de un sueño.

Alexander no dijo nada al principio. Caminó despacio, dejándose ver, hasta que el crujido de una rama bajo su pie la hizo girar.

Sus ojos se encontraron de nuevo.

—Sabía que vendrías —dijo ella, con una sonrisa suave.

Alexander se detuvo a pocos pasos de ella. El corazón le latía con fuerza, como si el tiempo se hubiera doblado sobre sí mismo y ahora lo empujara hacia lo inevitable.

—Yo… tenía miedo de que no me recordaras.

Lucía lo miró largo rato, como si midiera el peso de esas palabras, como si contara cada año ausente, cada carta no enviada, cada silencio.

—Nunca dejé de hacerlo —respondió al fin—. Solo aprendí a no esperar.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.