Asfalto Roto

RHEA

El zumbido del proyector era lo único constante. Un murmullo que llenaba el aire cada vez que la voz del profesor se apagaba entre frases. Frente a mí, una diapositiva con fórmulas que ya había olvidado antes de terminar de leerlas. Detrás, los golpes suaves de la lluvia contra los ventanales. El tipo perfecto de clima para quedarse a dormir en cama todo el día. O para salir a correr.

Suspiré y forcé la vista en la pantalla. No estaba prestando atención. A mi lado, Lia se removió en su asiento. La vi reprimir un bostezo y luego inclinarse levemente hacia mí.

—¿Estás entendiendo algo? —murmuró.

Negué con apenas un movimiento de cabeza, sin despegar la mirada del frente.

—Solo que si este tipo habla cinco minutos más, voy a lanzarme por la ventana —le respondí.

Lia sonrió, arrugando el papel donde se suponía que estaba tomando apuntes. En lugar de fórmulas o conceptos, había garabateado el dibujo de una moto. Había escrito "zona 4" debajo.

—Te juro que si no fuera por los créditos, ya habría salido corriendo —murmuró.

Justo en ese momento, el celular de Lia vibró sobre la mesa. La pantalla se encendió por un segundo. Al igual que el mío, que estaba sobre el pupitre. Solo que el mío estaba silenciado; era una notificación.

Milo.

Levanté una ceja. Ella ya estaba viendo el mensaje.

—¿Algo? —susurré sin mirarla.

—Sí. Confirmando. Carrera esta noche. Zona 3. Veintidós treinta —me dijo en voz baja—. Y no lo organizan los Serpents. Va a estar bueno.

Lia retiró rápido la mano para cubrir el celular con la libreta.

Asentí despacio. Esa parte era importante. Si los Serpents no estaban metidos, las cosas serían más limpias. O, por lo menos, más rápidas.

Otro mensaje apareció.

Milo: Una de ustedes debe correr. Avísenme para ir a preparar a la bestia.

La "bestia" era su forma de llamar a nuestras motos. Modificada pieza por pieza. No era la más rápida, pero sí me respondía en cada curva, en cada tramo. Éramos solo nosotras dos. Mi secreto. Mi promesa personal.

—¿Qué hacemos? —preguntó Lia, esta vez más seria.

La miré. Solo unos segundos. Lo suficiente para que entendiera lo que ya había decidido.

—Voy yo —dije.

—¿Segura?

—Sí. Es zona 3, la conozco bien.

Sus dedos tamborilearon contra el cuaderno, justo donde había dibujado. Sabía que quería decirme algo más, pero no lo hizo. En vez de eso, se acomodó en el asiento y murmuró:

—Entonces esta noche, sin errores. Y si aparece alguno de esos idiotas…

—No les voy a dar el gusto —la corté.

Me respondió con una mirada, una de esas que dicen "te creo, pero igual me preocupo".

No dijimos nada más. El profesor seguía hablando. Creo que sobre mercados emergentes. No me importaba. Mi mente ya estaba en otra cosa. Pensando en la pista, en el rugido del motor, en el asfalto húmedo que me recibiría como un viejo amigo.

Podía pretender que esta era mi vida. Universidad, clases, rutinas. Pero eso solo era una parte.

No importaba cuántas veces cruzara esa puerta, siempre me sentía distinta al entrar. Como si dejara atrás la piel que usaba durante el día.

La llave encajó con un clic suave. Bajé los tres escalones hasta el taller mientras la luz amarilla del techo se encendía sola. Vieja, parpadeante, pero suficiente.

El aire olía a grasa, aceite, metal caliente. A hogar.

—Llegas tarde —dijo Milo desde su rincón, sin mirarme.

Siempre parecía leerme los pasos. Su laptop abierta, una bebida energética al lado y media docena de herramientas desparramadas como si fuera un caos organizado solo en su cabeza.

—Llegué en el momento justo —respondí, colgando la mochila en su gancho habitual y, a su vez, cambiándola por la campera de cuero negra gastada, con cicatrices que contaban más historia que yo.

Milo me miró por encima de los lentes.

—¿Vas a correr con esa expresión?

—¿Qué expresión?

—La de “me quiero ir a la mierda, pero no puedo”. Clásica tuya.

Le lancé una tuerca que esquivó con una sonrisa burlona. Se volvió a su pantalla, pero supe que seguía pendiente.

Fui hacia mi moto. Mi moto. La “bestia”, como la llamaba Milo, aunque para mí nunca había tenido nombre. Era una Ducati V4 tan rápida como mis recuerdos más nítidos. Negra con detalles en rojo vino. Papá la tuvo guardada durante años, después… bueno, después de todo eso.

Cuando él dejó de correr, también la dejó a un lado. Como si ver la moto fuera ver a su hijo otra vez. Como si cargarla con gasolina fuera traicionar su memoria.

Pero yo no la dejé morir.

Pasé la mano sobre el asiento. Estaba tibio, incluso sin haberla encendido. Quizá por costumbre, quizás porque algo dentro de mí ardía cada vez que lo tocaba.



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En el texto hay: traicion, drama, suspenso

Editado: 21.04.2025

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