Assassin’s Creed: Mnemosyne

Parte 1 de 7

PRÓLOGO — El Fuerte

Buenos Aires, 1851

La noche apretaba el cielo sobre el río como un puño de tinta. Desde las murallas del Fuerte —esa mole austera clavada frente a la Plaza de la Victoria— el viento del Plata traía olor a humedad y pólvora añeja. Un par de antorchas resistían apenas el soplido del invierno, proyectando sombras que parecían moverse solas sobre los muros rosados y rugosos de la fortaleza.

En lo alto, en una sala estrecha donde las ventanas daban al puerto, Juan Manuel de Rosas sostenía en sus manos el medallón. Era pequeño, del tamaño de una mano cerrada, con un brillo que no pertenecía a este mundo. Parecía piedra… pero respiraba. Latía. Un pulso suave y antiguo que no podía explicarse con razón humana.

Su mirada, tan firme como el correntino que lo proclamaba Restaurador, estaba fija en la superficie del artefacto. Allí, entre reflejos insólitos, danzaban imágenes que solo él veía: ejércitos inclinándose ante su figura, banderas federales flameando desde el norte al sur del territorio, el pueblo marchando ordenado bajo su voluntad.

—¿Otra visión, Excelencia? —preguntó una voz.

Rosas no apartó la vista.
—El porvenir —respondió apenas—. El destino que nos aguarda si mantenemos el rumbo.

El hombre que habló se adelantó un paso. Era su confidente más cercano, un leal cuya identidad la historia se encargó de borrar. Llevaba uniforme federal, pero sin insignias ostentosas. Su respeto por Rosas se mezclaba con un temor que no podía ocultar.

—Ese objeto… —tragó saliva—. Usted cree realmente que puede mostrar lo que vendrá.

—No “cree”. Lo sabe —corrigió Rosas con una calma que era más peligrosa que cualquier grito.

Giró despacio. La luz azulada del medallón bañó sus facciones, volviendo sus ojos más oscuros, casi inhumanos.

—Los hombres se mueven por emociones… —continuó—. Amor, lealtad… pero ninguna es tan poderosa como el miedo.
Acercó el artefacto al pecho, como si pudiera escuchar su respiración.
—El miedo mantiene unido un país. El miedo ordena. El miedo… obedece.

La palabra cayó como un cuchillo.

—Excelencia —titubeó el confidente—, se rumorea que Urquiza está formando un ejército. Que quiere…

Rosas levantó la mano, silenciándolo.

En ese instante, el Fragmento del Edén emitió un destello. No fue luz… sino una sensación: el aire vibró, la antorcha se encogió hacia las sombras, y el confidente sintió cómo el suelo se hundía un poco bajo sus botas.

El artefacto se iluminó como si despertara, proyectando una figura espectral sobre el muro: una línea de fuego que dibujaba una batalla todavía no librada. Hombres cayendo. Uniformes teñidos de sangre. Una bandera blanca y celeste en el barro.

Rosas no retrocedió. No mostró miedo.
Sonrió.

—Sí… —murmuró—. Ya vienen por mí.

El confidente dio un paso atrás, sin querer hacerlo.

Rosas lo observó con un brillo en los ojos que no era del todo humano.

—Pero yo no estoy hecho del mismo barro que ellos —dijo, apoyando sus dedos sobre el medallón—. No pueden quebrarme. No pueden controlarme.

La visión se intensificó: ahora el confidente escuchaba el grito de un cañón, sintió el olor del pasto quemado, vio soldados que no estaban allí. El terror le cerró la garganta.
Rosas, en cambio, parecía beber la escena.

—He visto el destino —susurró—. Y aunque el futuro pretenda arrastrarme… yo arrastraré el futuro conmigo.

La visión se apagó. Todo quedó en penumbra. El confidente jadeó, como quien vuelve a la superficie después de estar demasiado tiempo bajo el agua.

Rosas guardó el medallón en una caja de cuero y oro. Lo hizo con la ternura con la que se guarda un secreto… o un arma.

—Usted seguirá a mi lado —dijo sin volverse—. Ha visto demasiado.

El confidente quiso asentir, pero descubrió que su cuerpo estaba rígido. Una duda helada le subió por la espalda:
¿Cuánto de ese miedo que lo paralizaba provenía del artefacto…
y cuánto del propio Rosas?

Afuera, un clarín nocturno rompió el silencio, afilado como un presagio.
El Restaurador caminó hacia el balcón, con la vista clavada en la noche sin estrellas.

—Que se preparen todos —dijo, apenas audible—.
Porque cuando llegue el final… nadie será libre del miedo.

Incluso el viento se quedó quieto un instante.
La oscuridad del Fuerte pareció cerrarse sobre la ciudad.
Y Buenos Aires, sin saberlo, ya había empezado a temblar.

CAPÍTULO 1

Palermo, Buenos Aires — Año 2026

El cielo estaba encapotado, aunque todavía no llovía. El Parque Tres de Febrero seguía lleno de runners y turistas, ajenos a lo que pasaba unos metros más allá, detrás del alambrado de la vieja casona en ruinas que había pertenecido a Rosas. Hoy, nadie sabía a quién pertenecía. O peor: nadie preguntaba.

Tomás Correa caminaba rápido, con la mochila apretada contra el pecho. Creía que lo seguían desde hacía tres cuadras. No era paranoia; había aprendido a confiar en ese instinto. Desde que empezó con esa investigación para su tesis de Historia y Psicología—la que ahora todos querían que abandonara— algo se había puesto en movimiento.




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