La Llegada a Kitembe
Nunca he sido un hombre propenso a las visiones. Mis sermones son exegéticos, no carismáticos. Prefiero la teología sistemática a los testimonios emotivos. Por eso, cuando comencé a ver el fuego, supe inmediatamente que algo estaba mal.
No metafóricamente mal. Clínicamente mal.
Pero no escuché a mi razón. Y esa fue mi perdición.
Llegamos a Kitembe en abril, mi esposa Lucía y yo. Aldea pequeña, río arriba, rodeada de selva densa que parecía respirar humedad. El anciano Farai nos recibió con cortesía distante, ofreciéndonos una choza recién construida y la promesa de "cooperación en todas las cosas espirituales".
—Solo pedimos que respetes nuestras costumbres —dijo—. Y nosotros respetaremos las tuyas.
Parecía razonable.