Llegada a Lumala
Mi esposo Daniel siempre decía que yo era la más fuerte de los dos. No físicamente—él levantaba nuestras provisiones como si fueran plumas—sino espiritualmente. Yo era quien oraba cuando él dudaba. Quien ayunaba cuando él flaqueaba. Quien mantenía la fe cuando las circunstancias la aplastaban.
Por eso, cuando los hombres vinieron por mí aquella noche, supe que no era coincidencia.
No querían al fuerte. Querían a la fuerte.
Llegamos a Lumala en febrero, Daniel y yo, con nuestros dos hijos: Samuel, de siete años, y Miriam, de cinco. Éramos la única familia misionera con niños en toda la región oriental. Los supervisores habían dudado en enviarnos.
—Los niños son vulnerables —dijeron—. Pueden usarlos como palanca.
—Los niños son testimonio —respondí—. Mostrarán que nuestra fe es para familias completas, no solo para adultos solitarios.
Nos enviaron. Y durante tres meses, parecía que había tenido razón.
Samuel y Miriam jugaban con los niños locales. Aprendieron el dialecto más rápido que nosotros. Se reían, compartían, construían puentes que Daniel y yo apenas podíamos imaginar.
La jefa Nia nos trataba con respeto cauteloso. Era inusual: una mujer gobernando la aldea. Su esposo había muerto años atrás, y ella había rechazado volver a casarse, manteniendo el poder mediante astucia política y—rumores decían—conexiones espirituales poderosas.
—Misionera Leah —me dijo una tarde—. Tú eres quien realmente dirige esta misión, ¿verdad?
—Mi esposo y yo somos compañeros iguales.
—No es lo que veo. Veo que él predica las palabras que tú escribes. Que él organiza las actividades que tú planeas. Que él existe porque tú lo sostienes.
—Daniel es un hombre de Dios. Yo solo...
—Solo eres la columna vertebral. —Sonrió—. Reconozco a las mujeres fuertes. Tenemos que reconocernos, ¿no crees?