Al cuarto día, vi el fuego despierto.
Estaba predicando sobre Pentecostés, sobre las lenguas de fuego que descendieron sobre los apóstoles, cuando de repente vi llamas reales sobre las cabezas de los aldeanos. Pequeñas, azules, danzantes. Parpadeé. Seguían ahí.
—¿Mateo? —Lucía me tocó el brazo—. ¿Estás bien? Te detuviste a mitad de la frase.
—¿No ves el fuego?
—¿Qué fuego?
Miré de nuevo. Las llamas seguían bailando sobre cada cabeza. Sobre Farai. Sobre los niños. Sobre todos excepto Lucía.
—Nada. Es... es el calor. Continúo.
Pero me temblaban las manos el resto del sermón.