Se fue. Yo me quedé temblando, sudando, sintiendo el calor interno aumentar.
Porque tenía razón. Había calor. Real, físico, creciente. Como si mis órganos estuvieran sobre brasas.
Las visiones se volvieron constantes.
Ya no podía distinguir entre realidad y alucinación. Lucía era a veces mi esposa, a veces una figura de llamas. La Biblia era a veces libro, a veces serpiente de fuego que se retorcía en mis manos.
Dejé de predicar. Dejé de salir. Me senté en la choza, transpirando, vibrando, viendo mundos superpuestos: el mundo físico y el mundo de fuego que se sangraban uno en el otro.
—Mateo, tienes que comer —Lucía me suplicaba.
—La comida se convierte en cenizas en mi boca.
—Por favor. Solo un poco de agua.
—El agua hierve en mi garganta.
No eran metáforas. Era literal. O al menos, mi cerebro envenenado lo percibía como literal.
Perdí ocho kilos en dos semanas. Mi piel se puso amarilla. Mis ojos se hundieron. Lucía lloraba constantemente, impotente.