Entonces vi a Cristo.
O algo que decía ser Cristo.
Apareció en la choza a medianoche, hecho completamente de fuego blanco. Hermoso. Terrible. Con ojos que contenían galaxias ardientes.
—Mateo —dijo con voz que era mil voces—. ¿Por qué dudas?
—¿Señor? —Caí de rodillas—. ¿Eres tú?
—Soy quien invocaste. Soy el fuego que predicaste. Soy el espíritu que llamaste.
—Entonces ayúdame. Estoy muriendo.
—No estás muriendo. Estás naciendo. Naciendo al mundo real. El mundo donde espíritu y materia no están separados. Donde cada palabra tiene peso. Donde cada pensamiento es fuego.
—No quiero este mundo. Quiero volver.
—No puedes. El velo está rasgado. Ya viste. Ya sabes. O aceptas vivir en este fuego constante...
Se inclinó más cerca. Su calor quemaba mi piel.
—...O bebes de la calabaza. Y el fuego se apaga. Pero también se apaga tu llamado. Tu fe. Tu visión de Dios. Todo se enfriará hasta ser cenizas.
—¿Qué hay en la calabaza?
—Olvido. Pacto. Rendición. Bebes, y los ancestros apagan tu fuego interior. Ya no verás visiones. Ni mías ni de ellos. Serás... ordinario. Tibio. Seguro.
—Eso es... eso es negación de Cristo.
—¿Negación? O quizás liberación de una guerra que no puedes ganar. Tú elegiste pelear en territorio ajeno, Mateo. Trajiste fuego a una tierra que ya tenía su propio fuego. Ahora los dos fuegos luchan dentro de ti. Solo uno puede quedar.