La figura de fuego-Cristo se desvaneció. Y yo me quedé solo con la decisión.
Miré la calabaza sobre la mesa. Lucía dormía exhausta en la esquina.
El calor interno era insoportable ahora. Sentía mis costillas crujir con cada respiración. Mi corazón latía como pistón demasiado rápido.
Podía morir así. Consumido por las visiones. Por el fuego que no era completamente alucinación ni completamente real.
O podía beber.
Y vivir. Pero sin fe. Sin llamado. Sin visión.
¿Qué es un profeta sin visiones? ¿Un predicador sin convicción ardiente?
Nada. Menos que nada.
Pero estaría vivo. Lucía estaría a salvo. Podríamos volver a casa.
Tomé la calabaza con manos temblorosas.
La abrí. El líquido dentro era negro como petróleo, espeso como sangre.
—Perdóname, Señor —susurré—. No puedo soportar más el fuego.
Bebí.
Sabía a tierra. A muerte. A rendición.
Y el fuego... el fuego se apagó.
Todo se apagó.