Volvimos a la ciudad. Luego al país. Lucía volvió a trabajar como enfermera. Yo... yo intenté volver al pastorado.
Pero ya no podía predicar.
Las palabras salían, técnicamente correctas, teológicamente sólidas. Pero sin fuego. Sin convicción. Sin el ardor que una vez me consumía.
La congregación lo notó. Mis sermones eran como cenizas: nutritivamente completos pero sin sabor.
Me retiré después de seis meses.
Ahora trabajo en una librería cristiana. Vendo Biblias que ya no puedo leer sin sentir náusea. Recomiendo libros devocionales que me suenan huecos.
Lucía dice que estoy deprimido. Que necesito terapia. Quizás medicación.
Pero yo sé la verdad.
No estoy deprimido. Estoy apagado.
Bebí de la calabaza de rendición, y el fuego santo que una vez ardía en mí se extinguió junto con el fuego alucinógeno.
Ahora soy tibio. Laodiceo. Ni frío ni caliente.
Exactamente lo que la figura de fuego prometió.