Ataques brujos contra 6 misioneros. (pluma maldita)

5.6: El Regreso

Regresé a nuestra choza. Daniel seguía durmiendo, con respiración pesada por los sedantes. Miriam y Samuel dormían en sus esteras, inocentes, completos.

Me senté entre ellos y lloré silenciosamente.

Porque había salvado a mi hija. Pero había perdido algo que nunca podría recuperar.

La Reflexión

Eso fue hace cuatro meses.

No le he dicho a Daniel. Él nota que algo cambió—soy más callada, más distante durante los cultos—pero atribuye mi melancolía al estrés del campo misionero.

Seguimos predicando. Seguimos bautizando. Tenemos treinta y dos conversos ahora.

Pero yo predico con cenizas en la boca.

Porque sé lo que hice. Sé que cuando el juicio llegue, no podré decir "Señor, mantuve la fe pura". Tendré que decir "Señor, troqué mi fe por la seguridad de mi hija".

¿Hice lo correcto?

Cualquier madre diría que sí. Proteger a los hijos es el imperativo primordial.

Pero como cristiana, como misionera, como alguien que predica sobre no comprometer la fe...

¿Hice lo correcto?

No lo sé.

Lo que sí sé es esto: Miriam está segura. Nia cumplió su palabra. Mi hija nunca será tocada por los rituales locales. Está marcada—invisiblemente, espiritualmente—como protegida.

Y yo estoy marcada también.

No con cicatrices visibles, sino con el conocimiento de lo que soy capaz. De dónde termina mi fe cuando colisiona con mi amor maternal.

Daniel dice que deberíamos quedarnos en Lumala otros dos años. Que la cosecha es abundante. Que estamos haciendo diferencia real.

Yo asiento. Porque no puedo explicarle por qué cada día aquí me duele.

No puedo decirle que cada vez que veo a Nia, veo un reflejo de mí misma: una mujer que hizo lo necesario para proteger lo que amaba, sin importar el costo espiritual.

No puedo confesar que cuando oro, mis oraciones rebotan contra el techo como piedras, sin llegar al cielo.

Porque Dios y yo tenemos una cuenta pendiente.

Yo rompí el pacto. Participé en rituales paganos. Validé con mi presencia lo que debí haber resistido con mi vida.

Y lo haría de nuevo.

Cien veces. Mil veces.

Si eso es lo que se necesita para mantener a Miriam segura.

¿Eso me hace débil? ¿O humana?

¿Eso me descalifica como misionera? ¿O me hace más auténtica?

No tengo respuestas.

Lo que tengo es a Miriam, riendo mientras juega con Samuel. Completa. No traumatizada. No marcada con cicatrices que llevaría toda su vida.

Y tengo mi conciencia, marcada con cicatrices que llevaré toda mi vida.




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