Isaac estaba en la choza, acostado. Todavía recuperándose. Todavía vulnerable.
—Esto es chantaje espiritual.
—Llámalo como quieras. Pero es la realidad de Tumbala. Has vivido aquí seis meses. Has comido nuestra comida. Respirado nuestro aire. Enterrado tus desechos en nuestra tierra. Estás conectada espiritualmente a este lugar ahora. Los ancestros pueden tocarlos. Ya tocaron a tu esposo. Volverán a tocarlo. Más fuerte. A menos que tú restaures el balance.
—¿Y si me niego?
—Ya sabes la respuesta.
Isaac moriría. Lenta o rápidamente, pero moriría.
—¿Qué implica exactamente este... luto?
Una de las ancianas, Bibi Zawadi, habló por primera vez:
—Vivirás en la choza de Mama Halima. Comerás solo lo que dejó guardado: grano viejo, agua del mismo cántaro que ella usó. No te lavarás durante cuarenta días. No hablarás con nadie excepto en respuestas rituales. Vestirás sus ropas. Dormirás en su estera. Y cada noche, dejarás la puerta abierta para que su espíritu entre y salga libremente. Serás su cuerpo temporal mientras ella completa su viaje al mundo ancestral.
—Necesito hablar con mi esposo primero.
—Por supuesto. Tienes hasta el atardecer.
Isaac me escuchó explicar. Su cara se contrajo de dolor.
—Esther, no. No puedes hacer esto.
—No tengo opción.
—Siempre hay opción. Podemos evacuar. Irnos ahora.
—¿En tu condición? No sobrevivirías el viaje de cinco días.
—Prefiero morir huyendo que vivir sabiendo que te sacrificaste así.
—Isaac. —Tomé su mano—. Esto no es sacrificio. Es supervivencia. Cuarenta días. Los soportaré. Y luego continuaremos juntos.
Al atardecer, informé a Mukasa mi decisión.
—Seré la luto-guardiana de Mama Halima.
Inicio del Luto-Guardiana
Me llevaron a la choza de Mama Halima esa noche. Era pequeña, oscura, impregnada del olor de hierbas medicinales y años de humo de cocina. En la esquina había una estera raída. Sobre un estante, calabazas con grano mohoso. En una jarra de barro, agua verdosa.
—Esta es tu comida por cuarenta días —dijo Bibi Zawadi—. No debes buscar otra. No debes beber agua fresca. Solo esto.
—Me enfermaré.
—Quizás. O quizás te fortalecerás. Mama Halima vivió noventa años comiendo lo que comió. Su espíritu está en esta comida. Tú necesitas ese espíritu ahora.
Me dieron sus ropas: vestidos teñidos con índigo, manchados, ásperos contra mi piel. Me quitaron mi ropa occidental. Me despojaron de mi cruz, mi anillo de bodas, mi Biblia.
—Nada de tu mundo anterior. Solo el mundo de Mama Halima.
La puerta quedó abierta de par en par. Sin privacidad. Sin refugio.