Los primeros días fueron pesadilla física.
El hambre era constante. El grano mohoso sabía a tierra y muerte. Lo comía en porciones mínimas, tratando de que durara, sabiendo que no habría más. El agua verdosa me revolvía el estómago. Bebía lo menos posible, deshidratándome lentamente.
No lavarme era tortura. Mi piel comenzó a picar. Mi cabello se volvió graso, luego apelmazado. Olía mi propio cuerpo descomponiéndose en vida.
Pero lo peor era la soledad.
Durante el día, aldeanos pasaban cerca de la choza. Los escuchaba hablar, reír, vivir. Pero nunca miraban adentro. Nunca me reconocían. Era invisible. Menos que invisible. Era un fantasma viviente.
Al décimo día, comenzaron las visiones.
O lo que llamé visiones. Quizás era solo desnutrición, deshidratación, soledad sensorial. Pero sentía presencias en la choza. Sombras que se movían cuando yo no miraba. Susurros en un idioma que no conocía pero que resonaba en mis huesos.
Una noche, desperté sintiendo peso sobre mi pecho. Abrí los ojos. Vi una figura femenina sentada sobre mí. Rostro oscuro, ojos blancos, boca moviéndose sin sonido.
Grité. La figura se disolvió.
Pero la sensación de invasión permaneció.
La Transformación
Al vigésimo día, dejé de distinguir entre yo y Mama Halima.
Miraba mis manos y veían arrugadas, aunque no lo estaban. Escuchaba mi voz y sonaba como la de una anciana. Pensaba pensamientos que no eran míos: recuerdos de parto, de pérdida, de curación, de conversaciones con espíritus.
Estaba siendo... reemplazada.
O absorbida.
O integrada.
Al trigésimo día, un niño pequeño pasó corriendo cerca de la choza. Tropezó. Se raspó la rodilla. Comenzó a llorar.
Y yo, sin pensar, salí. Tomé hierbas de la repisa de Mama Halima—hierbas que no sabía que conocía—las mastiqué, las apliqué a la herida del niño, y murmuré palabras en un dialecto que nunca había aprendido.
El niño dejó de llorar. La herida dejó de sangrar.
Su madre me miró con ojos enormes.
—Mama Halima... ¿volviste?
Y yo, con voz que no era mía, respondí:
—Solo por un momento. Para cuidar lo que dejé.
Me escuché decir esas palabras. Me escuché no corregirlas. Me escuché no afirmar que yo era Esther, misionera cristiana, no Mama Halima renacida.