Otra vez desperté.
En este lugar oscuro, las paredes parecen cerrarse sobre mí. Puedo sentir su frialdad en mi espalda. La puerta está cerca de mis pies. Todo huele a podredumbre, a mierda y orina.
Miro mis manos: están destrozadas. Las uñas, largas, sucias, llenas de sangre seca. Sigo esposada al suelo. No puedo levantarme. Los grilletes en mis tobillos aprietan como si quisieran romperme los huesos. El dolor nunca se va.
Ya no recuerdo la última vez que caminé. Mi piel está oscura por la mugre, por el abandono.
Pero aún estoy viva. Me lo repito a cada segundo. Me han quitado todo, menos eso.
Extraño a mi familia. Mis hermanos. Las lágrimas brotan cada vez que pienso en ellos. Tengo miedo. Todo el tiempo.
Mis pies están casi tocando la puerta. Por debajo de ella, una vez al día, me pasan la comida: un vaso de agua y una papa asada. Siempre lo mismo. Me quieren viva. A veces intento no llorar, pero cuando las lágrimas vienen solas, no puedo detenerlas.
La papa sabe deliciosa. Con hambre, todo sabe bien.
Escucho ratas detrás de las paredes. Una vez, creo que oí un gato. ¿O lo imaginé? A veces también escucho gritos. De mujeres, de hombres, de niños. No puedo distinguirlos.
Ya no sé por qué estoy aquí. ¿Qué hice?
Me han quitado todo, menos una cosa: mi nombre. Cada día lo repito en voz alta. Si lo olvido, habrán ganado.
No voy a darles ese gusto.
No me he rendido.
Todavía puedo luchar. Aún puedo lograrlo. Aunque llore, aunque tiemble, me queda fuerza.
Escucho pasos. Se acercan. Pero hoy ya me alimentaron. ¿Qué quieren ahora?
Aléjense.
La puerta se abre. La luz me ciega. Solo puedo gritar.
Me están jalando. Me arrancan del suelo. El dolor es insoportable.
En mi mente, una voz:
“No permitas que te lo quiten todo. Que te quiten quién eres. Repite tu nombre. Dilo. Dilo. Dilo.”
—Soy Nala.
—¡NALA!