Me despierto viendo el techo de paja que tanto amo. Cada mañana temo abrir los ojos y no encontrarlo allí.
Me visto. Ajusto con cuidado la pierna de madera que me hizo Sebastián, el carpintero. Tiene tallados hermosos. Caminar sigue doliendo un poco, pero ya estoy acostumbrada. Puedo caminar sola.
Han pasado cuatro años desde que llegué a este pueblo. Trabajo en el bar, y mi experiencia con bebidas al fin sirve de algo. Llego temprano, limpio todo y espero a los primeros clientes.
Por la tarde, los ancianos Nicol y Fernando llegan. También Sebastián, Pati la costurera, y tantos otros. El dueño del bar, don Agustín, lleva días enfermo, así que atiendo sola.
Un hombre de piel oscura y cabello corto entra como siempre, en silencio, a beber una cerveza. Pero esta vez viene acompañado. El otro es alto, elegante, con ropas que no pertenecen a este lugar.
Me acerco, insegura. Siempre pienso: ¿notarán que camino mal?
—¿Qué les sirvo, caballeros?
—Un tarro de cerveza para mí, y un vaso de ron para mi amigo —responde el primero.
Al llevarles la orden, el hombre elegante me mira y dice:
—¿Puedes sentarte un momento? Necesitamos tu ayuda.
Dudo, pero me siento.
—Estoy buscando a alguien —empieza—. Hace casi cinco años mi familia fue asesinada en un ataque al palacio. Solo sobrevivió mi hermana menor, a quien usaron como rehén. No pude salvarla. Con el tiempo, supe que sobrevivió... aunque muy herida. Perdió una pierna. Un amigo, el doctor Hum, logró sacarla y la envió en un barco hacia estas tierras. Pero el barco fue atacado. Creí que había muerto.
Mi respiración se vuelve irregular. Siento que todo gira.
—¿Y su hermana...? —pregunto apenas.
—Nunca llegó. Pero un año atrás escuché rumores. Dicen que una mujer, con una pierna, fue abandonada por piratas y sobrevivió.
El otro hombre asiente.
—Yo encontré a un pirata. Le compré objetos del doctor. Me contó de ella.
El elegante se levanta, me mira y susurra:
—Eres tú, ¿cierto? Hermana mía...
Me abraza. Llora.
—Pensé que te había perdido para siempre. Perdóname. Esta vez vine yo.
No sé cómo reaccionar. Las lágrimas caen solas. Estoy con mi hermano. Y por primera vez, me siento en paz.
—Recoge tus cosas. Vayámonos.
—Necesito pensarlo —digo. —Este lugar... es mi hogar ahora.
—Te entiendo. Te esperaré en la entrada del pueblo, al amanecer.
Esa noche no pude dormir. ¿Y si todo esto no era real?
Me desperté jadeando. Todo era oscuro. Una tenue luz entraba por las rendijas. Miro mis piernas… tengo dos… llenas de gusanos. No puedo moverme. El olor a carne podrida me ahoga.
Sigo en el calabozo. Nunca salí. Nunca fui libre. Todo fue un sueño.
Sonrío. Fue hermoso soñar con amor, libertad, un hermano.
Estoy muriendo. Pero estoy feliz.
De pronto, una voz me sacude:
—¡Mi niña! ¿Estás bien?
El anciano me ayuda a sentarme. Tiemblo.
Fue solo una pesadilla.
Al amanecer, me despedí del pueblo. De Nicol, Fernando, Pati, Sebastián. Lloré con cada uno. Los amaré siempre.
Subí a la carreta con mi hermano. El camino era incierto… pero ahora no estoy sola.
Aún tengo miedo. Aún cargo heridas. Pero voy hacia adelante.
Todos estamos atrapados en algo: una persona, un destino, un recuerdo. Pero si enfrentamos el miedo... salimos.
Una ayuda, una mano, puede cambiarlo todo.
Este es el final de mi relato... pero no el final de mi historia.
Tal vez la vida sea solo un sueño. Pero es uno que, esta vez, pienso vivir.
“Cierra los ojos… respira… y despierta. Aún hay vida.”
—Nala Victoria Grum