Atrapados en el aire

02. VICTORIO

Spoiler: Adria no llamó.

Concluí esa semana casi pegado al teléfono. La mujer, sin quererlo ni saberlo, se me había quedado clavada en la memoria como un dulce recuerdo al que evoqué una y otra vez los días siguientes. Cuando me permití aceptar que no llamaría, me concentré en ejercitar a conciencia para llegar óptimo al nuevo trabajo que me esperaba.

El lunes me presenté a la hora pactada en el circo Astral. Los dueños, una pareja de septuagenarios, me recibieron con algarabía y hospitalidad. Me guiaron hasta el motorhome que ya conocía, pues lo compartiría con João y me indicaron los distintos horarios de ensayo.

Un tanto ansioso por practicar la nueva rutina, arrastré a mi colega hasta el escenario. Subí al trapecio sin una coreografía estipulada o algún plan, solo con la idea de reconocer el espacio y empezar a familiarizarme con él. Subí por la escalera hasta la plataforma que me permitiría tomar mi trapecio, allí medí los espacios con los que contaba. João, ya se encontraba en la plataforma enfrentada a la mía, esperando mi señal. Froté las palmas de mis manos con magnesio y tomé el trapecio. Inspiré profundo, repetí la frase que me había enseñado mi padre y que me acompañaba desde tantos años atrás “Hic et nunc, Deus mecun est”. “Aquí y ahora, Dios está conmigo”, repetí en español para nadie en especial, solo por una extraña necesidad de afianzar aquello que me otorgaba confianza y me lancé al vacío para empezar a sentir la adrenalina recorrer mi cuerpo. A punto estaba de dejarme agarrar por mi compañero, que de cabeza esperaba por mí, cuando una silueta conocida se cruzó por mi campo visual. Moví mi cuerpo en el aire y João manoteó una de mis muñecas, haciendo un gran esfuerzo.

Elevé la vista para encontrar los ojos furiosos del brasileño, sacudí la mano libre para indicarle que me soltara y me dejé caer sobre la red que nos protegía del duro piso de la pista. João se largó detrás de mí, indignado y dispuesto a regañarme.

—Que porra foi essa? —espetó ni bien bajó de la red.

—Me distraje —me defendí torpemente.

—¿Te distrajiste? ¿En serio, Victorio? No sos un principiante para justificarte de esa manera.

—Ya, pido disculpas. ¿Podemos volver a empezar?

—¿Qué fue lo que te distrajo? —persistió en el interrogatorio.

—Nada importante.

—Otra respuesta de niñato. —Se molestó—. Nunca imaginé que iba a tener que recordarte que cualquier estupidez a tanta altura nos puede lastimar a los dos.

—Tenei razón —cedí—, soy un profesional y no necesito tus sermones. Vamos que no tenemos tiempo de sobra.

A paso rápido me alejé de él, oteando cada rincón para dar con la silueta que me había hecho perder la cabeza. Ya arriba de la plataforma, cerré los ojos y me di ánimo, recordando todas las adversidades que mi mente había superado gracias al arte que desarrollaba. Nadie tenía poder sobre mí, salvo que yo se lo entregara.

—Hic et nunc, Deus mecun est —repetí en voz alta y me lancé al vacío.

Practicamos un par de veces una rutina simple que sabíamos de memoria y que utilizábamos para medir la capacidad muscular de cada uno. Logré concentrarme y me perdí en aquellas vueltas que me hacían sentir vivo.

Una vez que terminamos, rompieron el silencio los aplausos, las hurras y los vítores. Dando vueltas en el aire nos lanzamos hacia la red y luego hacia el suelo firme del escenario. Mis compañeros se acercaron a saludarme. Una chica delicada que había sido muy amable la noche del bar, dejó un beso en mi mejilla demasiado cargoso, me hizo sentir incómodo. Si bien la saludé, evité sonreír para no incentivar un comportamiento que no iba conmigo.

A lo lejos, habían quedado los propietarios del circo, sentados junto a una mujer que supe de inmediato era la artista de las telas que me había cautivado la noche en que participé como espectador. Ese cuerpo era inconfundible, aunque me hacía recordar demasiado a uno que se había derretido entre mis manos. Mientras avanzaba, mi mente recreaba los hermosos ojos negros que me miraron desconfiados todo el tiempo que compartimos. Me encontraba perdido en su recuerdo cuando mi nuevo jefe, el payaso James Ruffins, la presentó.

—Darling —escuché su marcado acento inglés—, ella es Adria. Participa en el cuadro de telas junto a Maite —señaló a la aerealista que había sido amable por demás.

Sé que habló a mi costado pero no supe qué dijo porque mis ojos estaban aferrados a los de Adria, que ya no me observaba con desconfianza si no con furia. Me acerqué hasta ella, tomé su mano y deposité un beso.

—Un placer —la saludé.

Adria se soltó de mi agarre y refunfuñó. Dándome la espalda, se alejó de mí. Tuve que contenerme para no ir tras ella y abrazarla. Sin dudas era la mujer más apetecible que había conocido en mi vida.

—No le hagas caso —habló Maite en mi oído—. Suele ser difícil de llevar.

El comentario me molestó y me aseguré de que lo supiera. Así como no me gustaba mantener relaciones íntimas con mis colegas, tampoco aceptaba el cotilleo.

No volví a acercarme a Adria, ni siquiera festejé como todos cuando terminó su parte del show. Cuando el ensayo general finalizó, me quedé entrenando y practicando las nuevas vueltas que queríamos presentar con João. En mi rutina, el entrenamiento y la práctica, ocupaban entre cinco y seis horas diarias. Mi compañero marcó el fin del trabajo, debía ir a curar sus ampolladas manos, caminábamos hacia el motorhome cuando una pelirroja lo llamó desde atrás del alambrado que rodeaba el extenso terreno que ocupaba la carpa del circo.




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