La rutina comenzó y yo era un hombre inmensamente feliz. ¿Qué más puede pedir un ser humano que dedicar cada día de su vida a aquello que le apasiona? Subir a la plataforma a diario para encontrarme con el trapecio y seguir aprendiendo, después de más de 10 años de carrera, no era algo que debiera subestimarse. Hay tanta gente frustrada en el mundo, ya sea porque no encuentra nada que lo apasione o porque no tiene el valor para seguir aquello que le hace hervir la sangre.
Mi padre, Beltrán, que ejerció solo la paternidad porque mi madre no pudo con la responsabilidad de criar un hijo, siempre me alentó a seguir mis sueños. Eso me llevó a alejarme de la casa paterna desde una edad muy temprana. Muchas veces sentí la soledad dentro de los motorhome que compartía con mis colegas, pero, a mi ver, no era un precio tan alto a pagar a cambio de hacer lo que mi corazón me pedía a gritos: volar cada noche dando volteretas. El entrenamiento cotidiano no era algo que me incomodara; mantener mi cuerpo saludable y en forma era un hábito que había tomado como un modo de vida. Salir a correr era la meditación diaria que necesitaba tanto como descansar o alimentarme.
Los días transcurrían armoniosos. Adria me esquivaba tanto como le era posible. No solía presenciar mis ensayos y yo tampoco me acercaba a la pista cuando sabía que ella estaba allí. Sin embargo, a pesar de todo el esfuerzo, la tenía en mi mente la mayor parte del tiempo. Seguro habría sido más sensato aceptar que la llama que se había encendido, muy a nuestro pesar, no se extinguiría con facilidad. Pero ninguno fue capaz y, en esa intensa y para nada natural intención de mantenernos alejados, nuestras miradas ardían fogosas cada vez que se cruzaban.
Una tarde, cuando el ensayo finalizó, James nos pidió que nos ubicáramos en las sillas de la platea porque quería tener una reunión con todos los artistas juntos. Acomodé el trapecio para que no quedara colgando y me lancé sobre la red que nos protegía de posibles caídas. Luego bajé de esta con un rol. Cuando estuve de pie sobre la pista, mis ojos repararon inmediatamente en ella, que me miraba con deseo. Hipnotizado, acorté el espacio que nos separaba y me acomodé detrás de su silla. Aproveché el alboroto que hacían mis compañeros al hablar todos a la vez, y me adelanté un poco hasta acariciar la parte de la columna vertebral que su top dejaba al descubierto. Adria no se removió ni intentó evitar el contacto, si no que giró el rostro sobre su hombro y cerró los ojos, como cuando uno quiere maximizar el sentir anulando el resto de los sentidos.
Terminamos las dos funciones del día sin sobresaltos. Ya nos empezábamos a dispersar cuando uno de los payasos nos invitó a unirnos a su tráiler para compartir unos tragos. João aceptó la invitación, al igual que la mayoría de los colegas circenses. Maite se acercó y, tomándome del brazo, me indicó que ella también concurriría. Sonreí con amabilidad ante su comentario y me retiré, siempre con la atención puesta en mi aerealista favorita, que se alejaba a paso rápido para huir al interior de su casa rodante. No había que ser un genio para comprender que ni a ella le encantaba socializar ni que al resto del elenco lo incomodaba su presencia. Me bañé y me cambié después de mi compañero; casi tuve que empujar a João hacia afuera, porque no entendía por qué motivo no compartiría tragos con el resto. Una vez que estuve solo, me perfumé, busqué entre mis pertenencias un malbec que me habían regalado durante mi paso por Mendoza, un paquete de papas y fui hasta su tráiler.
Descorrió la cortina de la ventana y abrió los ojos exageradamente al toparse conmigo. Abrió la puerta, un tanto alterada, oteando el espacio para asegurarse de que nadie me estuviera viendo.
—¿Qué hacés acá? —preguntó sin una pizca de amabilidad.
—He venido a buscarte —respondí mientras le mostraba la botella de vino y el paquete de papas fritas.
—¡No! —respondió firme.
—¿No?
—No, Victorio. Teníamos un trato, nos íbamos a mantener alejados.
—Lo sé, pero estoy perdiendo la batalla. Mis fuerzas se debilitan cada vez que te tengo cerca y ya no quiero resistirme más.
—No —volvió a insistir, menos segura que la vez anterior.
Unas voces cercanas nos alarmaron antes de poder mirar hacia mi costado. La mano delicada de Adria se aferró a mi camisa y me tiró hacia el interior de su hogar. Cerró la puerta de golpe y se apoyó sobre ella.
—Mujer —empecé a hablar pero ella me calló con un beso que no esperaba.
Se separó unos centímetros de mí; estaba atenta a lo que sucedía en el exterior. Quise quejarme por la repentina lejanía, pero me tapó la boca.
—¡Shh! —siseó, pegada a mí—. Hay gente afuera y es fácil escuchar lo que hablamos.
Lamí con la punta de mi lengua la palma de su mano, mientras con las mías recorría el contorno de su silueta. Veía como empezaba a bajar la guardia poco a poco; sus ojos me hablaban sin reservas. Una nueva voz del exterior la hizo volver en sí. Dos golpes en su puerta me obligaron a soltarla.
—¡Metete al baño! —Indicó con su habitual falta de tacto—. No se te ocurra salir —amenazó.
Hice lo que me ordenó y me senté sobre la tapa del inodoro. La suave voz de Maite llegó con facilidad hasta mí. Invitó a Adria al festejo grupal; ella declinó con su ya conocido estilo seco y cortante. Titubeó solo unos segundos cuando su compañera se sorprendió al ver el vino y el paquete que yo había dejado en el modular cercano a la puerta, pero salió del paso recordándole que no le debía explicaciones de su vida. Maite detuvo el interrogatorio; un silencio tenso me produjo cierto nerviosismo.