Poco a poco, en la oscuridad de la noche o en la intimidad de los días libres, empezamos a acercarnos. La habitación 727 se había convertido en un gran refugio para ambos; no obstante, no habíamos dormido juntos ni una sola noche. Adria mantenía su mutismo; yo, en cambio, nunca lograba hacerlo, y aunque ella no compartía ni mi algarabía ni mi intención de dejarme conocer, tampoco me lo impedía ni se mostraba indiferente. Para mí, eso era suficiente.
El sexo era el lenguaje en común, donde ella se volvía un libro abierto para mí. De a poco, aprendí cómo le gustaba que la tocara y en qué momentos podía hacerlo. Ese encuentro tan cercano de nuestros cuerpos también unía nuestras almas.
Solía departir con nuestros compañeros de elenco, a pedido de ella, para no levantar sospechas. Sin embargo, apenas encontraba el momento, me escurría en busca de su compañía. João me lanzaba algunas miradas dudosas, pero no hacía preguntas, y yo se lo agradecía: no se me daban bien las mentiras. Si de alguien tenía que cuidarme era de Maite, que seguía mis pasos de cerca, pero hasta el momento habíamos logrado mantener lo que sucedía entre nosotros como un dulce secreto.
Verla en la pista, brindando su función, era un placer del que no me privaba: abandonaba el camarín, me sentaba junto al público y me embebía de sus movimientos y su pericia en el aire.
Una noche de enero, en la que habíamos quedado en pasarla juntos en el hotel, ya que no teníamos función, Maite me interceptó a la salida del motorhome. Sin rodeos, se sinceró conmigo y me contó sobre sus sentimientos hacia mí. Con toda la delicadeza de la que fui capaz, le agradecí su honestidad y, devolviendo su gesto, también le conté mi verdad: confesé que estaba en una relación. Los ojos nobles de Maite se volvieron líquidos; no pude evitar el impulso de abrazarla, permanecimos unidos un buen rato, hasta que un estruendoso golpe dio por terminado el fraternal momento.
Maite se soltó y, mientras limpiaba las lágrimas de sus mejillas, me preguntó de dónde había venido el ruido. Le aseguré que no tenía idea, porque si decía la verdad, dejaría al descubierto a Adria. A pesar de estar abrazado a mi colega, había visto de reojo cómo la puerta de su casa ambulante se había abierto y luego se cerrado de un solo golpe. Acompañé a Maite hasta su hogar, sabiendo que me acababa de meter en problemas y pensando cómo iba a solucionarlos.
Caminé hasta quedar fuera del predio del circo y me dediqué a esperar a la mujer que estaba seguro no vendría por mí. Luego de veinte minutos de espera, hice lo que le había jurado no haría: fui a golpear su puerta.
—¿No pensái abrirme? —grité para hacerla reaccionar. Sin embargo, ella no apareció. —Adria, no me voy a ir de acá hasta hablar con vos.
—¡Callate! ¡Te va a escuchar todo el mundo! —habló asomando su rostro por un pequeño resquicio.
—Déjame pasar, tenemos que hablar.
—¡No! Vos y yo no tenemos nada de qué hablar.
—¿Qué pasa, mujer? ¿Acaso estás celosa? —inquirí con malicia.
—¿Celosa?
—Sí, del abrazo que viste que le di a Maite, porque si no te ha quedado claro para vos tengo muchísimo más que un apretón amistoso.
—En tu vida me vas a volver a tocar —indicó apretando los dientes.
—Déjame pasar.
—No.
—Adria, no hagas esto. Vamos al hotel, y hablamos tranquilos. Te aseguro que lo que viste tiene una explicación.
—No me interesan tus explicaciones. —Fue lo último que dijo antes de volver a cerrar la puerta.
Me quedé parado allí varios minutos, deseando que esa mujer de la que me estaba enamorando no fuera tan necia como para separarse de mí por una situación sin sentido. La esperanza se me esfumó cuando las luces dentro de su casa se apagaron. Una mano palmeó mi hombro; al darme vuelta, me encontré con los ojos mansos de João.
—Empiezo a creer que te gusta sufrir —habló, seguramente recordando mi relación anterior.
—Te pido guardes…
—Ni se te ocurra terminar esa frase —se ofendió—. Nunca he sido un bocón.
—Lo sé, amigo —admití un poco avergonzado por lo que había insinuado.
—Vamos por unas cervezas. Al menos por esta noche, no tenés más nada que hacer por acá.
Acepté, con la única motivación de alejar de mis pensamientos a Adria por al menos unos minutos.
No volví a cruzarme con ella en los días siguientes; era evidente que me esquivaba con el mismo frenesí que yo la buscaba para aclarar la situación. A través de la ventana de mi casilla, veía las luces de la suya cuando se apagaban cuando se retiraba a descansar. Le enviaba las buenas noches, esperando que quizá algún ángel se las susurrara al oído mientras le contaba también cuánta falta me estaba haciendo su compañía.
Enero estaba llegando a su fin. Empezaba a sentir la ausencia de mi viejo y de mi abuela. Una vez terminado el trabajo, volví a la casilla rodante, listo para descansar. João se durmió a los pocos minutos de apoyar la cabeza en la almohada. Aturdido por la soledad que empezaba a oprimirme el pecho, me senté en la cama oteé a mi alrededor; nada me resultaba familiar. De a poco, el pecho empezó a elevarse con más fuerza, como si mis pulmones buscaran oxígeno desesperadamente.