Llené la bañadera y la invité a acompañarme.
—No me siento cómoda estando desnuda enfrente tuyo.
—Digamos que, sin ropa, ya nos conocemos bastante.
—Por favor —pidió mordiéndose el labio.
Volvimos a la habitación, prendí el televisor y busqué la aplicación de música, con “La carretera” de Prince Royce sonando de fondo, comenzamos a bailar. Las manos de los dos repasaron con deseo el cuerpo del otro, fui poco a poco deshaciéndome de sus prendas y ella de las mías mientras regresábamos al baño. Me sumergí en el agua tibia y esperé a que ella hiciera lo mismo, se acomodó entre mis piernas apoyando su espalda en mi pecho. Tomé el pequeño jabón y acaricié cada uno de los espacios de su piel, a conciencia, disfrutando el momento. Adria se dejó mimar, cuando ya no aguantó la excitación guío mi mano a su sexo y me ayudó a penetrarla mientras dejaba caer el peso de su cuerpo sobre el mío. Su trasero rozaba mi erección enloqueciéndome, acomodé mi pene para que quedara ubicado entre sus nalgas. La música se detuvo en el momento indicado, permitiendome escuchar los dulces gemidos de Adria en el orgasmo. Acabamos con una precisión de reloj suizo y fue todo lo que necesité para soltarme y decirle lo que venía pensando desde que me había contado, en la playa, la situación en la que se encontraba.
—No tenéi por qué volver con tu familia, si lo que necesitái es apoyo: aquí estoy para tí.
Se ovilló y ubicándose de costado, lloró sobre mi pecho. La mecí hasta que se calmó y la ayudé a salir de la bañadera. Sequé su cuerpo con cuidado, el silencio en que nos encontrábamos era cálido. Nos fuimos desnudos y abrazados hasta la cama.
—Tírate boca abajo —pedí mientras me ponía mi boxer.
Esperé a que se acomodara y me subí a horcajadas, masejeé su cuerpo por completo y aunque la excitación se me reflejaba en el cuerpo, no la rocé ni una vez. Adria necesitaba descansar y era lo que pretendía lograr frotando mis manos sobre su piel.
Despertó justo cuando terminaba “Votos de amor”, una película que había visto más de una vez y que siempre me emocionaba.
—Sos muy romántico —la voz le salió áspera.
—Sí, mujer. Un romántico incurable según Joao.
Adria estiró su mano y me acarició el rostro, con suavidad para no asustarla me acomodé frente a ella, quedamos los dos cubiertos con las sábanas hasta el cuello.
—¿Tenés apuro?
—Para nada ¿Qué te gustaría hacer?
—Contarte parte de mi vida.
—Estoy ansioso por escuchar.
—Mi familia pertenece a la élite argentina, por lo que mis hermanos y yo hemos ido a escuelas exigentes con personas de nuestra misma clase social. Dentro de la educación, estaban incluídas las horas dedicadas al deporte. Una vez que mi madrina Valeria, la hermana de mi mamá, nos llevó al circo me volví loca con las aerealistas. Mi mamá me permitió iniciar clases de tela solo por el hecho de que siempre ha considerado que estoy… —dudó en seguir el relato, lo noté en el temblor de su voz— gorda. —Afirmó con disgusto.
—No es mi intención interrumpir, pero realmente me saca de quicio que hables así de tí misma. Tu madre tiene mierda en la cabeza, espero lo tengas claro.
Se mantuvo un par de segundos en silencio, luego retomó el relato.
—Desde el primer día de clases supe que era lo que quería hacer por el resto de mis días. Adoro subir a las telas, hacer acrobacias. Muchas veces intenté explicarle a mi madre mi pasión por este arte, pero ella nunca me escuchó. Papá era el único que cada vez que podía asistía a mis presentaciones. Con el paso de los años, me fui perfeccionando y participé en muchas competencias en las que conseguí, la mayoría de las veces, salir calificada dentro de los primeros puntajes. Durante ese tiempo, mi madrina, conoció a James y a Margaret y cada vez que él pasaba por la ciudad asistíamos a varias funciones. Sin embargo, tuve que iniciar mis estudios de abogacía porque era la carrera que mamá había deseado para mí. Al recibirme, empecé a trabajar en la empresa familiar y como no mostraba señales de querer tener novio y mucho menos de querer casarme. Una vez más, mi madre arregló todo para que conociera a Guillermo. Tuvimos un par de citas, antes de que nuestro compromiso se anunciara.
—¿Al menos, conoces el color de su voz? —inquirí asqueado.
Adria obvió mi innecesaria pregunta y siguió hablando.
—Desde antes de terminar la facultad, empecé con los ataques de pánico. Tuve que iniciar tratamiento psicológico, y luego psiquiátrico. Las pastillas que me recetaron, me aliviaron los síntomas y en un principio fue acertado, porque dejé de convivir con la angustia aprisionando el pecho, pero con el correr del tiempo me volví una autómata. Nada me provocaba enojo ni alegría ni tristeza ni placer. Mi papá y mi madrina, fueron los únicos que notaron mi apatía y se preocuparon por mí. A esa altura, yo ya estaba comprometida con Guillermo. A escondidas de mi mamá, me llevaron con un nuevo profesional que aconsejó ir quitando la medicina poco a poco. Dos noches antes de la ceremonia, compartíamos una cena en familia cuando mi futuro suegro empezó a hablar de la nueva responsabilidad que adquiríamos al casarnos: traer herederos al mundo. Y te juro que sentí como un agujero negro se habría debajo de mí y me tragaba. ¡Jamás en la vida he deseado traer un niño al mundo, Victorio! Creo que es lo único que he tenido claro desde muy temprana edad. Los niños no son juguetes para modelar a prueba y error. Yo sería incapaz de hacerle a un pequeño ser lo que mis padres han hecho conmigo y con mis hermanos.