Atrapados en el aire

09. VICTORIO

Las salidas a correr por la mañana, cambiaron por largas caminatas porque Adria cada día se encontraba más pesada con el vientre creciendo en dimensiones impensadas. Teníamos una doctora de cabecera que nos había dado una fecha tentativa para el parto. Poco a poco, me encargué de comprar todos los elementos que necesitaríamos para recibir al pequeño bebé, del cuál habíamos decido no conocer el sexo hasta el momento del nacimiento.

Mi papá y mi abuela Delfina, viajaron de sorpresa a la ciudad de Belém para estar presentes en el momento en que el bebé naciera. João les acondicionó un motorhome que nadie utilizaba y lo ubicó al lado del nuestro. Cinco días antes de la fecha indicada por la doctora, Adria empezó con leves contracciones, yo me había tomado esa semana libre porque los nervios me estaban pasando factura y la concentración me fallaba.

De un momento a otro, los suaves espasmos se intensificaron sin darnos tiempo a nada más que ir en busca de mi abuela Delfina, quien nos aseguró que el bebé ya venía en camino y que teníamos que prepararnos para recibirlo en el motorhome.

Mi padre y João esperaron fuera de la habitación para recibir a la ambulancia mientras Adria pujaba enardecida para darle vida a nuestro bebé. Fui yo el encargado de recibir el pequeño cuerpo que me hizo emitir unos gemidos extraños mezcla de emoción, pánico y un amor tan puro como nunca antes había sentido. Delfina limpió con paños húmedos el rostro de su bisnieta y la envolvió rápidamente, en una de las tantas mantas que teníamos, para entregársela a Adria, quien con la emoción a flor de piel, la ubicó en el pecho para que dejara de llorar. Emocionado me arrodillé a un costado de mi mujer y le agradecí tantas veces como me fue posible por el inmenso regalo que me había entregado.

—¿Cómo se va a llamar? —inquirió con la voz entrecortada, me había pedido que eligiera el nombre que la acompañaría de por vida.

—Giovana —respondí—. ¿Te gusta?

—Es perfecto, como ella y como su padre —habló acariciando mi mejilla barbuda.

—Giovana Rojas —repitió mi abuela orgullosa, con sus ojos puestos en la pequeña—. Un nombre para una niña valiente.

Estiré mi mano para tomar la suya, mi viejita se acercó y se amoldó a mi pecho.

—Gracias por recibir a mi pequeña, abu.

—¿Sabíai que nació igual que tú?

—No.

—Así ayudé a tu madre a parir tantos años atrás, Victorio ¡Y mírate hoy! ¡Qué futuro maravilloso le espera a tu hija!

Dos golpes en la puerta irrumpieron el íntimo momento, los paramédicos habían llegado y debían chequear que todo estuviera bajo control. Por más que insistieron no fuimos al hospital, no había motivo para hacerlo.

Las primeras dos semanas, Adria solo salió de la habitación para higienizarse, no había permitido que el resto del elenco conociera a la bebé. Solo mi familia y João tenían permitido alzarla y a los pocos minutos ella la reclamaba.

Adoraba verlas juntas, cuando mi novia se quedaba dormida mientras la amamantaba, yo me deleitaba con mi pequeña Giovana succionando del seno materno a libre demanda. Una vez que mi padre y Delfina volvieron a Chile, retomamos las caminatas matutinas con Gio dentro de un fular que iba bien amarrado al pecho de su madre. Esos amaneceres que compartíamos los tres juntos me hacían sentir en la gloria. Adria no parecía una madre que pretendía escapar de su familia y yo por pura cobardía no tocaba el tema, de solo pensarlo el oxígeno amenazaba con abandonar mi cuerpo.

Si bien la cuarentena había terminado días atrás, no me atrevía a irrumpir en esa burbuja inmaculada que conformaban madre e hija. Una tarde, casi enloquezco cuando Adria retiró a Gio del seno para acomodarla en el pequeño catre y una gota de leche salió del pezón escurriéndose por el vientre de mi mujer, en el que todavía se vislumbraba la línea alba que tantas veces había recorrido con la punta de mi lengua antes del nacimiento de mi hija. Me avergoncé cuando Adria me descubrió prácticamente babeando, con el deseo latiendo dolorosamente entre mis piernas. Me justifiqué con una mentira antes de retirarme.

Terminé la última función de ese sábado, lleno de una adrenalina que conocía bien. Me quité el traje en los camarines del circo, pero como hacía desde que Gio había nacido me fui a mi casa a retirarme el maquillaje del rostro. Busqué en nuestra habitación, mis dos mujeres dormían. Intentando hacer el menor ruido posible me metí al baño y empecé a desmaquillarme. Minutos después, dos suaves golpes fueron los que anunciaron la presencia de la madre de Giovana.

Adria me indicó que me sentara en el inodoro y se dispuso a mimarme mientras me desmaquillaba. Con mis piernas empecé a atraerla hasta cercarla y obligarla a sentarse sobre mis cuádriceps. Una vez que terminó su trabajo comenzó a besarme por todo el rostro y a acariciar mis brazos y mi pecho.

—Te necesito —gemí mientras saboreaba su cuello.

—Lo sé —respondió melosa.

—No quiero presionarte —me sinceré.

—Yo también te necesito —respondió mientras guiaba mi mano debajo de su camisón.

Sabía muy bien lo que me enloquecía, por lo que no llevaba bombacha. Amaba sentirla accesible y dispuesta a complacerme, pero el miedo a lastimarla me llevó a ser muy cauteloso en esa primera vez luego del parto. Comencé a masajear sus senos por sobre la ropa, al igual que su vagina hasta que la humedad traspasó la tela y mientras nos comíamos con dulces y pesados besos mojados, la fui penetrando poco a poco con mis dedos. Me levanté con ella encima, hasta quitarme el boxer y una vez desnudo, tomé mi pene con la mano y le acaricié toda la vulva enloqueciéndola de placer. Adria se removió sobre mi hombría hasta que esta, empapada de sus jugos y los míos, encontró el camino hacia su interior.




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