Atrapados Entre Filo y Fuego

Capitulo 3| Una Noche Sin Luna

El vestido pesaba sobre mis hombros como si estuviera hecho de hierro. Mi cuerpo entero dolía después de tantas horas sonriendo a desconocidos, inclinándome ante nobles altivos y fingiendo que no me importaban los murmullos a mis espaldas.

Pero no todos los murmullos eran discretos.

—No puedo creer que ella sea su esposa —susurró una de las invitadas, con voz cargada de molestia.

—Es un desperdicio. Él merece algo mejor.

—Ni siquiera es de aquí. ¿Por qué alguien como ella debería compartir su lecho?

—Da asco.

Fingí no haberlas escuchado.

Apreté los puños bajo la mesa, sintiendo el ardor de la humillación en la garganta. Sabía que mi presencia no era bienvenida en este reino. Sabía que, para ellos, yo era solo una pieza de negociación, un sacrificio necesario para evitar más muertes en el campo de batalla.

Pero oírlo en voz alta, dicho con tanta crueldad…

Exhalé lentamente y forcé una sonrisa cuando alguien se acercó a brindar conmigo. No iba a hacer una escena. No iba a permitir que ellas, o cualquiera de los que me despreciaban, supieran cuánto me dolía.

Después de todo, tampoco era como si yo quisiera estar aquí.

Si hubiera tenido opción, nunca habría aceptado este matrimonio. Pero mi padre necesitaba esta alianza. Mi pueblo la necesitaba. Y toda la carga había caído sobre mí.

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Cuando la última copa se alzó y los invitados comenzaron a retirarse, sentí el agotamiento golpeándome con toda su fuerza.

Mis piernas dolían de tanto bailar, mi rostro ardía por la sonrisa forzada y mi cabeza zumbaba por la tensión de haber mantenido la compostura ante los murmullos molestos.

El silencio de la habitación fue un alivio cuando las doncellas terminaron de soltar los alfileres de mi peinado y abandonaron el cuarto.

Estaba sola, por ahora.

Sabía que él llegaría pronto.

Mi esposo.

La idea me resultaba absurda.

Me dirigí al espejo y empecé a desatar los lazos del vestido. Era lo que se esperaba de mí, después de todo. La tradición dictaba que el matrimonio debía consumarse la primera noche.

Pero entonces, la puerta se abrió.

Él entró.

Llevaba aún su atuendo de gala, pero la corbata estaba deshecha y los primeros botones de su camisa abiertos, como si la formalidad lo asfixiara. Caminó hasta el centro de la habitación con expresión sombría y se llevó una mano a la sien.

—Maldita sea…

Susurró entre dientes y cerró los ojos un instante.

—¿Qué ocurre? —pregunté, sin poder evitarlo.

Él me dedicó una mirada de hastío.

—Me duele la cabeza.

Solté un resoplido.

—A mí también.

Él no dijo nada. Solo suspiró pesadamente y se pasó una mano por el cabello, como si la conversación en sí misma le resultara agotadora.

Intenté ignorarlo, así que volví la vista al espejo y retomé mi tarea. Desaté los lazos del vestido con más determinación, bajando la tela de mis hombros.

Entonces, su voz me detuvo.

—No lo hagas.

Levanté la mirada y encontré la suya a través del espejo.

No había lujuria, no había deseo. Solo una frialdad cortante.

—Sé que no quieres —añadió.

Me giré hacia él con los labios entreabiertos, sintiendo un ardor de indignación en el pecho.

—¿Y qué sabes tú sobre lo qué quiero o no?

Él soltó un suspiro, como si la conversación le resultara agotadora.

—No voy a tocarte.

—Bien. Porque tampoco pensaba compartir mi lecho con un desconocido.

Por primera vez, una sonrisa irónica curvó sus labios.

—Entonces estamos de acuerdo.

No respondí.

No porque no tuviera nada que decir, sino porque no valía la pena seguir discutiendo.

Él se dirigió al sofá que estaba junto al ventanal y tomó una manta ligera. Sin más palabras, se dejó caer sobre los cojines y cerró los ojos.

Me quedé ahí, de pie, mirándolo con frustración.

No era que me molestara su negativa. Yo tampoco quería esto.

Pero su actitud, su manera de dejar claro que ni siquiera me consideraba digna de mirarlo dos veces…

Apreté los dientes y me giré, tomando mis ropas de dormir. Entré al baño, cerré la puerta con más fuerza de la necesaria y me deshice del vestido con movimientos torpes.

Cuando salí, la habitación estaba en penumbras.

Él ya estaba dormido en el sofá, con la manta delgada apenas cubriéndole los hombros. El frío de la noche se filtraba por las ventanas. Lo miré con indiferencia. No me importaba. No me importaba en absoluto. Pero aun así, tomé otra manta del armario y la dejé caer sobre él sin hacer ruido. Me metí en la cama, dándole la espalda.




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