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La mañana transcurría con la lentitud de un filo arrastrándose sobre la piel.
El consejo imperial había insistido en otra reunión para discutir las revueltas en el este. Nada nuevo. Más que una rebelión, aquello era un recordatorio de que esta tregua nunca fue bien recibida por todos.
Ni por ellos.
Ni por mí.
El matrimonio con la mujer del reino enemigo no fue una decisión propia. Fue un sacrificio impuesto, un símbolo de paz que jamás busqué.
Un símbolo que ahora debía cargar.
Atravesé los pasillos del palacio, sin prisa, con la mente aún sumida en los informes militares. Pero al girar en uno de los corredores principales, la vi.
La emperatriz.
Mi esposa.
Su vestido claro contrastaba con la sobriedad del palacio. A pesar de la finura de su porte, su presencia no desentonaba. Se veía firme, serena, sin el aire de fragilidad que otros esperaban de una mujer en su posición.
Nuestros caminos se cruzaron.
Y entonces ella se detuvo.
Su leve inclinación de cabeza fue apenas perceptible, un gesto que cumplía con el protocolo sin demostrar ni más ni menos de lo necesario.
Le devolví un asentimiento breve.
Nada más.
No hubo palabras.
No hubo cortesías forzadas.
Tan solo el vacío entre dos desconocidos obligados a convivir.
Ella no esperó y siguió su camino.
Yo también.
Pero, por alguna razón, mi mirada se quedó en su silueta mientras se alejaba.
Y aunque sabía que debía apartarla, no lo hice.
Porque, a pesar de todo, había algo en ella que me molestaba más que su origen, más que este matrimonio, más que la obligación misma.
Su indiferencia.
La misma que yo creía que solo yo sabía manejar.
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Editado: 26.02.2025