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La emperatriz caminó sin rumbo.
Sus pies se movían por inercia, sin dirección ni propósito.
El eco de los murmullos aún resonaba en su cabeza, martillando sus pensamientos, recordándole una y otra vez la realidad en la que estaba atrapada.
No pertenecía a este lugar.
No la querían aquí.
Y, si era sincera consigo misma, ella tampoco quería estar aquí.
Su corazón se sentía pesado, oprimido por una tristeza que no podía expresar frente a los demás. La jaula dorada en la que estaba encerrada se hacía más pequeña con cada día que pasaba.
El aire se sentía espeso, sofocante.
Y sin darse cuenta, sus pasos la llevaron a un lugar desconocido.
Un jardín.
Un jardín hermoso, escondido entre los altos muros del palacio.
Los rayos del sol se filtraban entre los árboles, iluminando el follaje con un resplandor dorado. Las flores bailaban suavemente con la brisa, esparciendo su aroma en el aire. En el centro, una fuente de piedra dejaba caer el agua en un murmullo relajante.
La emperatriz parpadeó.
No sabía que existía este lugar.
Por un instante, el peso en su pecho pareció aliviarse… pero solo por un instante.
Porque ese mismo aire, ese mismo aroma, le recordó a su hogar.
A su tierra.
A su gente.
A su padre.
El hombre que siempre estuvo a su lado. Su fortaleza. Su escudo.
La única persona que nunca la menospreció, que la vio más allá de su título, que la trató como su hija antes que como una princesa.
El hombre al que jamás volvería a ver.
Un sollozo se atoró en su garganta.
No.
No podía llorar.
No debía llorar.
Pero sus piernas temblaron. Sus fuerzas se desvanecieron.
Y cuando menos lo pensó, cayó de rodillas sobre el césped.
Las lágrimas brotaron de sus ojos, calientes y amargas.
Trató de cubrirse la boca, de ahogar los sollozos, pero fue inútil.
El dolor la desgarró por dentro.
El peso sobre sus hombros se hizo insoportable.
No tenía a nadie aquí.
No había brazos que la rodearan, que la protegieran, que la reconfortaran.
Había sido dejada en un lugar desconocido, rodeada de extraños que la despreciaban, un esposo que ni siquiera la miraba, y un destino que nunca quiso.
El llanto se volvió más fuerte.
Su cuerpo tembló.
Se abrazó a sí misma, como si pudiera reconstruirse con sus propios brazos.
No quería estar aquí.
No quería esto.
Pero por su padre…
Por su pueblo…
Aceptó la carga.
Por ellos sacrificó su libertad.
Por ellos se convirtió en emperatriz.
Pero ¿quién la salvaría a ella?
Las lágrimas cayeron sin control, mojando sus mejillas, cayendo sobre su vestido, perdiéndose entre el césped.
Y entonces…
Entonces se rió.
Una risa débil, rota, que se ahogó entre los sollozos.
Se cubrió el rostro con las manos, tratando de contener la oleada de emociones que la golpeaba sin piedad.
La risa se convirtió en un susurro…
Un murmullo que flotó en el aire, cargado de tristeza y anhelo.
—Te extraño, papá…
El viento sopló suavemente, acariciando su piel como si fuera una respuesta.
Pero ella sabía que era solo el viento.
Su padre ya no estaba.
Y ahora… estaba sola.
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Editado: 26.02.2025