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El emperador pasaba la vista por las páginas del libro entre sus manos, pero su mente estaba en otra parte.
No recordaba qué estaba leyendo.
No le interesaba.
Se reclinó en el asiento de su aposento y exhaló con pesadez. Había sido un día agotador, lleno de reuniones y asuntos de estado que apenas le habían dejado respirar.
Pero, por alguna razón, su mente no estaba ocupada en ello.
Sino en ella.
La emperatriz.
Frunció el ceño, dejando el libro a un lado.
¿Dónde estaría esa mujer?
Le resultaba extraño no haberla visto en todo el día después de aquel incidente. Aunque realmente no le importaba lo que hiciera con su tiempo, algo dentro de él le incomodaba.
Se puso de pie y caminó hasta la ventana.
El cielo estaba oscuro, cubierto de estrellas.
El frío de la noche se colaba por la abertura.
Su expresión se endureció.
Era tarde, y la emperatriz no estaba en sus aposentos.
¿Acaso había escapado?
Ja.
Si lo había hecho, significaba que no le importaban ni su padre ni su gente.
Pero...
No.
Eso era imposible.
El palacio estaba fuertemente vigilado. Nadie podía salir sin un permiso sellado.
Aun así, algo no le cuadraba.
Por un instante, su mandíbula se tensó.
Si las sirvientas le habían hecho algo…
Sin pensarlo más, salió de la habitación.
Sus pasos resonaban en los pasillos vacíos.
Buscó en los salones, en el comedor, incluso en los corredores donde solían reunirse las damas de la corte.
Nada.
Su paciencia se agotaba.
El enojo lo consumía.
Hasta que llegó a un lugar que no había visitado en años.
Un jardín.
El jardín.
El lugar donde su madre pasaba horas y horas, contemplando las flores con una sonrisa radiante.
—Hijo, ven, mira esto. ¿No te parecen hermosas las flores? —su madre sonrió mientras acariciaba suavemente los pétalos.
La suave voz de su madre resonó en su cabeza, trayéndole un recuerdo cálido y distante.
Era solo un niño entonces.
Un niño que adoraba a su madre más que a nada en el mundo.
Sacudió la cabeza y parpadeó.
El presente volvió a su mente.
Y entonces la vio.
Ahí, en medio del césped, una silueta dormida.
La emperatriz.
Su vestido se esparcía sobre la hierba, su rostro oculto entre mechones de cabello. Su respiración era suave, tranquila, pero sus mejillas estaban húmedas.
Había llorado.
Y temblaba.
El emperador se quedó en su sitio, observándola con inexplicable curiosidad.
¿Por qué estaba ahí?
¿Por qué había llorado?
Apretó los labios.
Iba a despertarla.
Sí.
Eso sería lo más lógico.
Pero cuando se agachó y vio su expresión vulnerable, los rastros de lágrimas en su piel y el leve estremecimiento de su cuerpo por el frío…
Suspiró.
Sin pensarlo demasiado, la tomó en brazos.
Su cuerpo se sentía liviano, frágil.
Y cálido.
La emperatriz se removió entre sueños, inquieta por el cambio de posición.
Abrió los ojos ligeramente, aún atrapada entre el sueño y la vigilia.
Sintió calor.
El frío de la noche ya no la envolvía.
Un brazo fuerte la sostenía con firmeza.
Entre su confusión, intentó ver el rostro del hombre que la cargaba.
Sus párpados pesaban, su mente estaba nublada.
Pero aun así, levantó la mano, como si quisiera tocarlo.
Hasta que una voz baja y firme la detuvo.
—Ni te atrevas.
Ella pestañeó lentamente.
Esa voz…
Ya la había escuchado antes.
Intentó recordar, pero su mente estaba demasiado agotada.
Sus pensamientos se desvanecieron.
Y antes de poder hacer o decir algo más, cayó de nuevo en el sueño.
El emperador miró su rostro dormido.
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Editado: 26.02.2025