Un nuevo día había dado su primera luz, junto a una enorme emoción en la casa de los Gámez-Villagrán.
Lorena, la madre de Julián, había preparado un desayuno especial, decorado para el niño, viéndose muy animado aquel, que por primera vez se bañaba usando sus manos, pudiéndose arreglar casi completamente solo, riendo sus padres al ver su camisa mal abotonada, alegre la madre al momento de acomodándosela, agachándose su padre para enseñarle a hacer un nudo de corbata, no pudiendo ocultar la enorme sonrisa que tenía dibujada al observar a su hijo usar sus nuevas manos.
El desayuno estuvo lleno de dicha y mucha enjundia, lleno de un enorme enternecimiento de los adultos hacia su hijo, el cual estaba desesperado por ir a clases, comiendo con los cubiertos tomados con sus manos, llevándose alimento a la boca de una manera un tanto torpe, pero consiguiéndolo al final de cada intento, provocando risas de ternura en los progenitores.
Los alimentos habían sido ingeridos, y Julián debía regresar hasta arriba para lavarse los dientes solo por primera vez, corriendo emocionado, recordando que debía tomar su mochila de su cuarto, yendo hasta él, sujetando sus cosas y deteniéndose de momento en la media penumbra de su habitación.
El niño, con algo de temor, giró su cabeza en dirección a la esquina de su cuarto, la misma por donde había llegado aquella extraña mujer, esperando ver con claridad lo que había allí.
La pared, junto al tapiz corrugado que lleva por encima de color azul grisáceo, estaba completamente ennegrecida por rastros de ceniza, hollín que daba la impresión de algo haberse quemado, destrozado el papel que cubre la ahora desnuda pared a los alrededores, achicharrado por completo, mas ahora seco y helado, causándole al niño una extraña sensación de pesadez y temor, al igual que miedo.
Los latidos y la respiración de Julián aumentaban conforme miraba más y más la enorme mancha de hollín, queriendo creer que nunca existió aquella mujer, ni su yo del pasado «deforme» como él lo quería ver.
De un momento a otro, el niño cerró los ojos y se fue de allí, dejando su habitación abandonada, al igual que aquel rastro de la terrible aparición que se hizo presente la noche anterior.
Israel, padre de Julián, dichoso, le dijo al pequeño que ese día él los llevaría en su auto hasta la escuela, cumpliendo con ello y comprándole una nieve en el camino a su hijo, tomando la mano de su esposa y dándole un pequeño beso en la mejilla, cosa que la hizo sonrojarse un poco, observando el cielo desde su ventana como copiloto, percatándose de todo el pequeño desde el asiento de atrás.
La escuela ya estaba enfrente de ellos, y tan pronto la puerta del auto fue abierta, además de dadas las despedidas por parte de los padres, el niño orgulloso subió las mangas de su camisa y se dispuso a caminar entre los infantes sin parche, sujetando las correas de su mochila que sostiene por detrás de su espalda, presumiendo a todos que ahora poseía ambos miembros sanos.
Los niños, quienes estaban más familiarizados con él, le veían extrañados, completamente inertes algunos, no pudiendo creer lo que veían.
Se escuchaban algunos susurros, incluso exclamaciones de incredulidad de algunos pocos, viendo Julián alegre los rostros de todos, notando en la mayoría extrañez, miedo y hasta horror, lo cual fue apagando su pequeña sonrisa, poniéndose un poco nervioso, bajando la mirada y caminando cada vez más rápido para llegar hasta su aula.
Una vez dentro, sus compañeros no le identificaron de buenas a primeras por estar con la cara oculta y no llevar su parche, hasta que vieron dónde se sentó, notándolo asustado y algo desesperado, temblando.
Pronto, los niños se acercarían a él con cautela y un poco de miedo, levantando el rostro Julián, viendo a todos con el ceño fruncido, sonriendo de los nervios.
—Te-tengo brazos… ¡Tengo brazos ya! —Mencionó como reacción el niño, nervioso y tartamudo, sonriendo todos de momento, cambiándoles la expresión a una de impresión, dándole un giro completo a las emociones que estaban ya suprimiendo a Julián.
— ¡Increíble! ¿Cómo pasó?
— ¿Tus papás te pagaron unas de robot?
— ¿A poco te crecieron en la noche? ¿Te hicieron un trasplante? —Preguntaban los niños curiosos, tocando los brazos del pequeño, sintiendo la suave piel de estos, pellizcándolo para comprobar que sentía dolor, abismados por lo real que era, por lo inhóspito de ello.
—Pues… fue un regalo —respondió el niño alegre y un tanto apenado, escuchando aquello una niña que pronto se emocionó.
— ¡Fue el hada madrina! —Emitió con enjundia la pequeña, llamando la atención de todos.
— ¿La de la película de las princesas?
—Sí, el hada madrina te visitó y te regaló tus nuevos brazos y tus ojos. ¡Ella existe de verdad! Mi mamá me lo dijo, que los niños buenos reciben cosas del hada madrina —explicó la pequeña a la pregunta de uno de los niños, asombrándose todos, discutiendo sobre ello, recordando Julián lo que vio en la noche, sabiendo perfectamente que la mujer distaba mucho de la señora linda y regordeta del largometraje animado en cuestión.
La maestra de los niños entró al salón, viendo a Julián y teniendo la misma reacción de todos, acercándose al infante para examinarlo, anonadada. La adulta preguntó qué había sucedido, y Julián, un tanto incomodo, aseguró que «el hada madrina» le había hecho ese regalo.
Con muchas dudas e impresión, la docente se cuestionó la existencia de dicho ser mágico, pasando por el momento de ello y comenzando la clase.
Durante los primeros minutos, los niños sacaron sus cuadernos para anotar lo que había en el pizarrón, siendo la primera vez que Julián hacía esto, por lo que, emocionado, tomó el lápiz imitando a los demás y trató de escribir, siéndole difícil de buenas a primeras, pero esforzándose más y más, esperándolo la maestra, notando que estaba haciendo un trabajo decente, al menos legible, aplaudiéndoles todos, llenando de alegría y calidez el corazón del pequeño.