Julián despertó, encontrándose en su habitación, tocándose sus manos, sintiendo las gritas en ambas, llorando temeroso ante lo que estaba ocurriendo, impotente por no poder hacer nada al respecto, por saber que sus extremidades podrían ser destruidas en cualquier momento, y más porque los otros no podían notarlo.
Aterrado, miró a la esquina de su habitación, notándola oscura, siniestra y profunda a su percepción, haciéndole sentir una extraña presión invisible que le atormentaba en sobre manera, por lo que, sin pensarlo un momento, se levantó de su cama para salir de la habitación, estando todo en completo silencio.
Viendo sus brazos, el joven pensó que tal vez su ojo también podría estar lastimado, así que fue hasta su baño y se observó bien en el espejo, no distinguiendo nada inusual en el óculo, estando aparentemente todo normal.
Luego de dar un suspiro, el pequeño decidió ir a la habitación de sus padres a echar un vistazo, notando que estaban ausentes, cosa rara, pues nunca lo dejaban solo. Teniendo eso en mente, el niño bajó las escaleras en favor de hallar a los adultos, creyendo en la posibilidad de haberse retirado ahora que él tenía brazos y no ocupaba tantos cuidados.
Con algo de hambre, Julián llegó hasta el refrigerador, abriendo con facilidad la puerta de éste, lo que le causó un poco de gracia, pues ahora podría hurgar en él tanto como quisiera y sin problemas, hallando dentro muchos aperitivos que podría tomar.
Justo cuando eligió qué comer, se detuvo, regresó su mano y miró a la nevera, naciéndole una enorme sonrisa en la cara, pensando en la nieve de fresa que tanto le gustaba. Por ello, cerró la puerta de abajo del refrigerador y abrió la de la nevera, encontrando el bote de nieve que tanto quería, poniéndose de puntitas para tomarlo con su mano derecha, estirándola tanto como pudo, escuchando un chirrido conocido.
Julián miró su brazo y vio cómo las fisuras comenzaban a volverse más y más grandes, alejándose de la nevera asustado, no pudiendo detener el proceso.
— ¡No! ¡No, no, no! ¡Por favor, NO! —Gritaba desesperado, tratando de cubrir las gritas con su otra mano, rompiéndose también ese brazo, desesperanzado, viendo a ambas extremidades caerse a pedazos al suelo, como trozos de barro de un color siniestro, chocando contra el piso y encendiéndose en llamas todo lo que tocaba, viéndose Julián rodeado de ese fuego horroroso, brotando de la lumbre personas completamente quemadas que lo sujetaban de sus piernas y escalaban su cuerpo, quemándolo al tocarlo, arrastrándolo con ellos, jalando su cabello, gritando de agonía hasta que, finalmente, consiguieron sumergirlo.
—Un día más —le recordó la voz de la mujer, despertando, por segunda ocasión, Julián en su cama, ardiendo en fiebre y empapado por completo de sudor.
La luz del día entraba ya por la ventana, oliendo el desayuno, llegando la madre hasta su habitación para verlo, notando que una vez más había ocurrido lo que le día anterior, por lo que de inmediato lo mandó a bañarse, no dejando de ver la mancha en su habitación Julián, ignorándola la madre por completo.
Una vez en la regadera, el niño tocó las gritas de sus brazos, preocupado por éstas, con un sentimiento nauseabundo que le ahogaba por dentro a cada segundo: el temor a perder sus nuevas extremidades.
Habían pasado ya dos días, en los que había fracasado en tratar de ser feliz con su nuevo cuerpo, estando como él se llamaba a sí mismo «completo». Por lo que empezó a entender que, si no lograba ser feliz, entonces posiblemente perdería el regalo.
Apresurado, terminó de bañarse y salió de la regadera, yendo hasta el espejo, notando todo bien en su ojo y nuevo parpado, aparentemente habiendo todavía oportunidad para concluir con esto; pero ¿cómo podría hacerlo? ¿Cómo es posible ser feliz sin tus amigos o familia?
Fue entonces que recordó lo que le dijeron en el salón, sobre el hada madrina.
Aquella bondadosa mujer regordeta apareció en la película para ayudar a la protagonista: una chica desdichada, la cual consiguió casarse con el príncipe de su tierra, logrando ser feliz por siempre.
He ahí la clave de la felicidad, del «vivir feliz por siempre»: El amor.
Rápido, el rostro de Julián se llenó de luz, arreglándose con mucha emoción para bajar la escalera, alistado en su totalidad, viéndolo Lorena extrañada, sirviéndole el desayuno.
—Hijo, ¿Por qué te pusiste el uniforme? —Preguntó la mujer, sentándose al lado del menor, llegando su marido a la mesa y colocándose junto a ambos, agradeciendo los alimentos de una manera un tanto seca.
—Porque hoy iré a la escuela. Ya descansé lo suficiente —explicó el pequeño, viéndose los padres mortificados el uno al otro.
—Corazón, no creo que sea buena idea ir hoy…
—Tu mamá tiene razón. Espérate mejor una semana para regresar. Descansa y piensa bien las cosas.
—No, es que… no tengo tiempo. ¡Tengo que ir hoy! —Exclamó el niño, un tanto molesto, llamando la atención de ambos adultos, quedándose congelados, viéndole serios—. Perdón… en serio, sólo… déjenme ir. Juro que no causaré problemas, y si los causo, sáquenme de la escuela si gustan —dicho esto, ambos adultos volvieron a intercambiar miradas. Sabían que estaba mal, pero entendían que no podían detenerlo para siempre, por lo que acordaron hacerle caso al pequeño por esta vez, alegrándose mucho éste.
El recorrido a la escuela fue un tanto incómodo. Ambos padres estaban en silencio, conduciendo el hombre, viendo a la ventana la mujer, inerte. Decidieron ir ambos para quedarse a verificar que todo fuera bien al menos en la entrada de su hijo al instituto, no perdiendo de vista a su hijo en el momento, aparentemente yendo todo normal.
Con un poco de temor, Julián entró a su salón, viéndolo todos desconcertados y temerosos, buscando el niño por todas partes a la extraña que lo estaba viendo desde aquel salón, misma que vio maltratarse cerca del escritorio de su maestra, no hallando absolutamente nada.